La Niñera

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CUANDO LA MADRE le presentó al bebé que debía cuidar esa noche, Rocío se llevó una pésima impresión. El bebé parecía descuidado y sucio. Tenía manchas de moco y de comida seca por toda la cara. Sus finos cabellos estaban pegoteados por la mugre y el polvo; olía muy mal también. Lo habían confinado a un corralito de plástico y cuando vio llegar a la madre tendió los brazos con avidez, pero la mujer se limitó a mirarlo desde el umbral de la puerta.

-Se llama David, y es un mocoso histérico que no para de llorar- dijo la mujer, como si hablara de un niño ajeno-. Me apiadaría de usted, pero si hago eso, ¿quién se apiadará de mí entonces?

Rocío, la niñera, miró al bebé. No parecía de esos chiquitos revoltosos que nunca paran de chillar. Ahora lloraba, pero porque la madre se negaba a alzarlo. Lo hizo Rocío, y de inmediato el bebé quedó en silencio y comenzó a chuparse la mano.

-No parece tan malo- dijo, sin poder evitar el reproche en la voz.

-Ahora está tratando de conquistarla, pero en cuanto usted se descuide le hará la vida imposible- le prometió la madre. Miró su reloj y pareció alarmarse:- Ya son las ocho, se me está haciendo tarde. Volveré antes de la medianoche. Cualquier cosa me llama al celular.

Tomó las llaves del auto y se fue, dejando a Rocío sola con el bebé. La chica jugó un rato con él y luego le cambió el pañal. Notó que la caca pegada a sus nalgas ya estaba reseca, como si hubiese pasado mucho tiempo desde el último cambio de pañal. "Pobrecito", dijo la chica, mimándolo un poco. Lo bañó en agua tibia y le puso algo de talco en la cola irritada. El chico se comportaba con normalidad y Rocío no podía entender cómo la madre tenía tantas quejas con respecto a él. Se hicieron las once, y el niño comenzó a bostezar. Rocío preparó el biberón y le dio un poco, pero como el bebé se movía mucho apagó la luz para tranquilizarlo. Ahora ambos estaban en la oscuridad y la chica podía escuchar los ruidos de succión que hacía el pequeño. Aún pensaba en la madre, se preguntaba cómo una mujer podía descuidar tanto a su hijo. Siempre que se encontraba con madres así pensaba lo mismo: cuando tenga mi propio bebé, lo cuidaré y no dejaré que nadie se le acerque.

Estaba pensando en esto cuando vio que en el cielorraso se dibujaban dos puntos de un color verde fosforescente. Al principio pensó que se trataba de la luz del detector antihumo, pero entonces los puntos se movieron. Cruzaron todo el cielorraso y fueron a parar a la pared, y de ahí saltaron hacia una estantería repleta de juguetes. ¿Qué diablos era eso? Parecían dos luciérnagas... pero no, se movían muy rápido. El bebé en su regazo se agitó con violencia y Rocío bajó la vista. Y lanzó un grito. Los ojos del bebé, que seguía tomando del biberón, brillaban en la oscuridad. Tenían ese color verde fosforescente que ahora se reflejaba en los juguetes sobre la estantería. La niñera se incorporó con rapidez y dejó caer al crío. Fue un movimiento reflejo alimentado por el susto, y el bebé cayó de cabeza sobre el duro suelo. El biberón salió disparado debajo de la cama. El niño comenzó a berrear a todo pulmón. Había caído de espaldas y ahora agitaba sus piernas y bracitos con desesperación. Rocío quiso vencer su miedo, acercarse para levantarlo, pero no podía, no dejaba de ver los ojos luminosos del bebé, que ahora giraban enloquecidos hacia uno y otro lado. La chica retrocedió y salió de la habitación. Cerró la puerta detrás de sí y comenzó a sollozar. Pero al rato dejó de hacerlo, porque le llamó la atención el silencio súbito del otro lado. Iba a abrir para mirar cuando un ruido la detuvo: alguien, del otro lado de la puerta, estaba rascando la madera.

-Rociooooooo...- dijo una voz, una voz que no era de bebé, sino la de un ser malvado y antiguo-. Ven aquí, Rocío. Dame el biberón, Rocío...

La chica salió disparada hacia la salida, emitiendo un curioso gemido de horror. Se metió al auto y arrancó. A punto estuvo de chocar con un camión que venía de frente. Media hora después llegó a su casa. Todavía presa del miedo, tomó una larga ducha y luego llamó a su madre, pero cortó al segundo llamado. Eran las doce de la noche, no podía despertar a su pobre madre y contarle una cosa tan terrible como la que le acababa de suceder. Se metió a la cama pensando que no podría dormir, pero a los pocos minutos se deslizó en el sueño casi sin darse cuenta.

Despertó completamente desorientada. Aún era de noche, la oscuridad persistía y los grillos cantaban afuera. Quiso incorporarse y un peso extraño se lo impidió. Con mucha lentitud giró los ojos hacia abajo, hacia las sábanas. El bebé estaba prendido a su pecho izquierdo: sus ojos refulgían en la oscuridad y la miraban con una espeluznante fijeza.

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