Capítulo 6: "E" es por Eco

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Hay muchas personas que creen que la muerte es el final. Creen que nos descomponemos sin dejar nada más que un cuerpo putrefacto, tan representativo de quien solíamos ser como el atuendo formal en el que fuimos sepultados. Estas personas nunca han escuchado el eco de los difuntos. El último pensamiento que alguien tiene antes de morir, que se queda arraigado a su lecho de muerte como un árbol plantado en su honor.

Se está poniendo oscuro. Escucho ese bastante. O Me pregunto si me extrañará, o Llévame a casa, Dios. Enunciados de esa naturaleza. No sé cómo funciona, pero siempre, desde la muerte de mi hermanito, he empezado a escuchar el eco de todas las personas que han muerto en una ubicación dada.

Por eso nunca pondré un pie en un hospital. Mi mamá trató de llevarme una vez por un tobillo torcido, pero ni siquiera me pude acercar a cincuenta metros del lugar antes de que miles de ecos susurrados comenzaran a inundar mi mente. No pude tolerar todo eso; simplemente me di la vuelta y salí corriendo apenas me bajé del auto.

Tiempo después, un terapeuta me dijo que estaba sufriendo de estrés postraumático a raíz de lo que le pasó a mi hermano, pero nunca lo creí. Los ecos son demasiado reales. Demasiado próximos. Y los escucho a donde sea que vaya.

Te sorprendería cuántas personas han muerto en los lugares más inocuos. Puedo escuchar los murmullos en un parque cercano, donde algún anciano se debió de haber infartado o algo por el estilo. A veces, hay gritos acallados por las carreteras o en las intersecciones abruptas de las autopistas. Incluso la cafetería al final de mi calle retiene un eco: La ambulancia ya tuvo que haber llegado.

...Y luego está el Lago del Barquero. Esto sucedió años después, cuando cursaba mi último grado de la escuela secundaria. La clase entera había acordado viajar a un lago remoto para el día de la fuga de fin de año. La atmósfera era eléctrica: música resonando en los autos, cervezas en los baúles y la energía desesperada, casi maniática, de la anticipación teñida por despedidas apasionadas.

Pero pude escuchar los murmullos mucho antes de que llegáramos. No quería ser el chico raro ese día. Solo quería ser normal y celebrar con mis amigos. Hice mi mejor esfuerzo por no escuchar, me había vuelto bastante bueno en ignorarlo. Pero esta vez fue diferente.

El murmullo no se trataba de cavilaciones nostálgicas. No eran profundas, ni contemplativas ni tristes. No era más que terror absoluto y aturdidor, y solo se seguía haciendo más ruidoso conforme nos acercábamos al lago.

—¿Te sientes bien?

Jessica, el tipo de chica que hace que los hombres inteligentes hagan cosas estúpidas.

—Claro. Solo estoy cansado por el viaje —mentí mientras nos estacionábamos. Creo que me dijo algo más, pero no la pude escuchar por encima del eco de los gritos. Era el más ruidoso que había escuchado jamás, incluso más ruidoso que el del hospital. Estando tan cerca, finalmente podía empezar a distinguir algunas de las palabras.

¿Algo me tocó la pierna?

¿Qué carajos es esa cosa?

Los otros cinco autos se habían estacionado en la costa de grava. Los varones estaban desempacando las canastas de picnic y los estéreos. Yo me quedé sentado en el auto, completamente paralizado por el tumulto de voces enardecidas.

¡No puedo respirar!

¡Sal del agua! ¡Sal del agua!

—¿Vas a salir o qué?

Jessica, de nuevo. Tuve que verle los labios para entender qué era lo que estaba diciendo. Captó mi mirada mientras se desvestía casualmente, revelando un traje de baño bien seleccionado. Luego el resplandor de una sonrisa que no pude corresponder. Asentí a través de mi entumecimiento, saliendo del auto para contemplar el agua azul y pacífica.

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