Prólogo.

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Christian lo había vuelto a hacer.

Se había jurado a sí mismo que esa vez no caería, que solo había ido hasta los aparcamientos de aquella discoteca tan pija porque era un buen sitio para buscar clientes. Estaba allí por negocios, no para emborracharse y hacer el imbécil, y eso es lo que se repetía como un mantra mientras deambulaba por los alrededores del recinto

Ni siquiera pensaba entrar; con su estilo desfasado, más parecido a la moda grunge de los 90 que a las tendencias actuales, sabía que desentonaba en esos sitios como un payaso en un entierro. El portero lo despacharía en apenas una mirada, sus pantalones rotos, sus camisas de cuadros, sus botas militares y su cazadora de cuero; no encajaban bien entre tantas camisas almidonadas de cuello alzado, pantalones planchados con raya y mocasines. Pero aquel grupito de chicos con pinta de ejecutivos en miniatura a los que se había acercado, con la esperanza de vender al menos un par de gramos, había decidido adoptarle, y al parecer, si vas acompañado de una panda de niños pijos con las carteras llenas, entras en cualquier lado lleves las pintas que lleves.

Al grupito de los mocasines lo había perdido como media hora después de entrar, una vez vendida la friolera de tres gramos de cocaína; nada mal para un viernes antes de las dos de la madrugada, esos chicos parecían muy formales y bien avenidos, y estaba seguro de que por el día estudiaban en sus universidades privadas y asistían a cócteles y eventos benéficos con sus padres, probablemente hasta daban lecciones de hípica y jugaban al golf. Pero por la noche, cuando salían y se juntaban en su particular submundo, eran más cocainómanos que los yonquis que había tirados por las esquina de su barrio; los chicos así eran los mejores clientes, consumían mucho y pagaban sin protestar por el precio, el sueño húmedo de un camello de poca monta como él.

Con los bolsillos considerablemente más llenos que cuando llegó, estaba dispuesto a salir de allí antes de que la cosa se le fuera de las manos y acabara metido en un lío; esos ambientes nunca le traían nada bueno. Pero, como el idiota que era, al pasar por la enorme barra de camino a la salida, tras la cual se exhibían un sinfín de botellas que contenían todo tipo de licores de importación, pensó que ya que estaba allí, y que tenía pasta, podía tomarse al menos una copa de alguna de esas ginebras escandalosamente caras que los locales que él solía frecuentar ni soñaban con tener. Gastarse quince euros en una copa le parecía ridículo, pero el dinero le quemaba dentro del bolsillo, había ganado bastante pasta esa noche, bien podía darse un pequeño lujo antes de irse a otro lugar donde se sintiera más en sintonía, más cómodo, sin tantas miradas juzgadoras y arrogantes clavándose en él. En los sitios así, los antros decadentes donde se te quedaban los zapatos pegados al suelo y todo el aire estaba cargado de humo, sudor y gritos, era donde podía emborracharse como dios manda; hasta perder el sentido. Allí siempre había alguien que le recogería del suelo cuando se cayese, o que le robase la cartera, pero hicieran lo que hicieran, nadie llamaría jamás a una ambulancia o a la policía, y él no terminaría la noche en la cama de un hospital o en un calabozo, tal vez amanecería tirado en cualquier acera y le despertaría la luz del sol, o el sonido del camión de la basura, pero eso no estaba tan mal.

No tardó en darse cuenta de que concederse aquel pequeño lujo había sido un error.

Esa copa había llevado a otra, y esa otra a una tercera; la tercera copa le llevó a entablar conversación con un grupito de chicas muy risueñas y muy borrachas que al parecer estaban allí celebrando el cumpleaños de una de ellas. Les vendió medio gramo, porque tal vez las dosis de alcohol que había ingerido empezasen a hacerle efecto, pero aún reconocía un cliente potencial cuando lo veía. Y fue precisamente ese grupito de emuladoras de Barbie lo que le dio la estocada final a sus buenas intenciones.

—Tómate una con nosotras tú también ¿No? —Ahí estaba, la proposición fatídica hecha por una rubia con un collar de perlas ajustado a su garganta y carita de no haber roto un plato en su vida. Como engañaban las apariencias, viendo a esa chica tan mona, nadie imaginaría que por la noche agachaba la cabeza sobre una línea de polvo blanco igual que cualquier macarra de callejón.

Quédate Conmigo (HIATUS)Where stories live. Discover now