Capítulo 5

25 4 1
                                    

Cuando digo que Dawn Kelly era mi mayor enemiga, no me refiero a enemigas como en las películas juveniles norteamericanas, donde la chica linda y popular es horrible con la pobre protagonista. Más bien, me refiero a enemigas que primero fueron mejores amigas, pero acabaron odiándose al final.

Cuando éramos adolescentes, Dawn era esa chica popular a la que todas envidiábamos por su sedoso cabello largo, su ropa cara y su alto autoestima. A donde ella iba, todos querían ir, y lo que ella hacía, todos lo querían hacer. El privilegio que le había dado su belleza era innegable, sin embargo, ella había llevado su juego a un nivel superior: no solo resaltaba en el exterior, también era una de las personas más inteligentes de toda la secundaria. Claro, la más inteligente después de mí, si se me permite alardear.

Siendo que mi madre no me dejaba socializar demasiado, el estudio y la lectura se habían vuelto mi mayor confort. Para mi suerte, en el colegio al que íbamos, ser inteligente y tener buenas notas era incluso más importante que el dinero que tus padres pudieran tener, pues allí solían premiarnos cada semestre por nuestro desempeño. A partir de los ocho años de edad, me había acostumbrado a recibir dichos premios, desde agendas y plumas, hasta becas de estudio. Una vez, cuando acababa de cumplir catorce, la directora me invitó a que participara de un concurso académico entre diferentes colegios del país, para el cual debíamos formar un grupo de al menos cinco estudiantes destacados y prepararnos durante el verano para viajar a principios del inicio de ciclo a Londres, donde la competencia se llevaría a cabo.

En su momento le dije a la directora que sí, sin embargo, le rogue que hablara con mis padres para convencerlos de que era buena idea dejarme ir, principalmente a mi madre. Por suerte, ella no se opuso a la idea, ya que la directora le había prometido que jamás nos quitaría la vista de encima y que no saldríamos de nuestro hotel más que para competir. Una vez obtenido el permiso, nos citaron en el colegio un martes por la tarde, a mí y a otros compañeros a quienes no conocía aún. Entre ellos se encontraba nada más y nada menos que Dawn Kelly, quien, para ese entonces, ya tenía una reputación de chica bonita. Recuerdo que, al verla, me quedé paralizada de celos. Por primera vez en mi vida sentí que estaba siendo invadida en un espacio y un rol que creía solo míos. Mientras la profesora de historia nos entregaba tarjetas para memorizar, yo no podía parar de mirarla y pensar que era injusto que además de ser hermosa y popular, también fuera inteligente. Mi autoestima estaba desmoronándose a cada segundo. Entonces se me ocurrió un plan, ganarle en su propio juego.

Mi familia siempre me había dicho que era una chica hermosa, pero solía creer que solo lo decían porque me querían. Ese día volví a mi casa dispuesta a ser casi tan hermosa como Dawn Kelly, tanto que ella decidiría abandonar el equipo y dedicarse únicamente a ser la cara bonita de la escuela, o al menos ese era el objetivo.

Sabía bien que no podía simplemente aparecer al día siguiente llena de maquillaje en el rostro, no, el cambio debía ser más sutil. Empecé por la ropa, y no me malentiendas, mi ropa era muy bonita, simplemente no sabía cómo combinarla. Busqué en tiendas del centro revistas de moda para tomar de allí algo de inspiración, y al volver a casa, me encerré en mi cuarto y me puse a armar conjuntos. Luego de una semana de intentar cambiar mi apariencia, me di cuenta que me estaba gustando demasiado la atención que había empezado a recibir en la escuela, a pesar de que no había sido mucha. Por lo que decidí dar un paso más, robarle maquillaje a mi madre a escondidas. Nuevamente, tomé inspiración de las mismas revistas y me enfoqué en hacer pequeños cambios sutiles, como usar máscara de pestañas y un brillo de labios. Finalmente, luego de que casi media escuela me elogiara, decidí hacer un último cambio, uno que había retrasado lo más posible, pues me estresaba mucho pensar en hacerlo, y ese era mi cabello. Mi yo de catorce años no podía comprender de qué manera debía cuidar sus marañosos rizos, pues jamás había pasado ni cinco minutos con alguien que tuviera mínimamente una onda. Además, ni Alice ni Joe tenían idea de cómo peinarlo, por lo que, durante años, llevé el pelo atado en una cola alta o en trenzas, porque de otra forma parecía un saco de heno. En verdad, no era su culpa, sin embargo, su negligencia para aprender a tratar mi cabello había logrado que yo, en el fondo, lo odiara, y me negara siquiera a intentar peinarlo. Hasta que un día, casi quince días después de que iniciara mi plan maestro, me atreví a acercarme a una mujer cuyo cabello había admirado por mucho tiempo. Su nombre era Georgia, y era una hermosa mujer negra con cabello aún más rizado que el mío, quien trabajaba en el colegio como profesora de música de los años superiores. Ese día, muy amablemente, se tomó todo el recreo del almuerzo para sentarse conmigo y explicarme cómo cuidaba y peinaba su cabello, recomendándome productos para comprarme y técnicas que jamás había oído. Recuerdo que volví a casa extasiada, corrí a contarle a mi madre lo que había aprendido, y ella, muy sorprendida por mi entusiasmo, me acompañó a comprar lo que necesitaba. Me llevó sus días de práctica, pero, para antes de que terminaran las clases, había logrado que la maraña se transformara en rizos definidos y brillosos.

Nuestro atardecer doradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora