Epílogo

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Cuando era pequeña, solía soñar con presenciar una boda como la que relataban en los cuentos de hadas. En las cuales las criaturas del bosque se acercaban a despedir a la princesa, quien se subía a su carruaje junto a su príncipe, para luego desaparecer en camino al horizonte mientras el sol se ponía de fondo.

Tal vez nunca me creí lo suficientemente princesa como para desear que aquello me ocurriera a mí. Pero sí capaz de ser como esos seres fantásticos, espectadora del amor ajeno, de la felicidad de los otros. Pero es que siempre había podido experimentarla como felicidad propia.

Habiendo pasado 30 años y estando de la mano de la mujer que amo. Tal vez estoy de acuerdo con la imagen que me había forjado de pequeña, ¿sabes? Esa idea de querer ver a otros ser felices. Tal vez es por eso que estudié lo que estudié. Y, tal vez es por eso que trabajo de lo que trabajo. La felicidad de los otros, me regocija. Pero no hay nada que regocije más a una persona que ve a los dos seres que lo trajeron a la vida. Dos personas que habían pasado 3 décadas separadas. Una creyendo que la otra había muerto. Y la otra, creyendo que la primera no lo amaba más.

Thomas y Alice se casaron un mes después de reencontrarse, en la Pérgola jardín, rodeados de familia y amigos, y enmarcados por la wisteria recientemente florecida. El dinero para su boda vino como un regalo del cielo, más bien, de mi hermano, Phillip. Segun él, tras pasarse una semana leyendo el diario de su madre junto a su melliza, Tatiana, dijo que jamás había sentido una angustia tal, y que había comenzado a replantearse su vida, por lo que decidió cancelar temporalmente su boda y echó a su prometida, Clarissa, de su apartamento.

No voy a negarte que alla fue una semana de muy buenas noticias.

Después de 30 años de mal augurio y dolor, pude ver a mis padres celebrando su amor en matrimonio, el 2 de julio de 2002. Al intercambiar votos, se besaron y recibieron el vitoreo de las personas que más lo querían. Habían venido Tati y Phill, quienes aplaudían al ver a su madre sonreír otra vez; Amanda, dama de honor, y su esposo, Jay; los hermanos de Thomas, Tobías, Luca y Leonardo; mi abuelo, Hugo, quien había venido acompañado de una enfermera que lo ayudaba a sentarse y comer; Eleanor y Danielle, las compañeras de trabajo de mi madre, con quienes había podido reencontrarse durante ese mes; incluso personas que habían vivido en la casa de hospedaje de Wendy, quienes habían conocido a Thomas cuando eran tan solo niños y, al saber de su regreso, no dudaron en aparecer.

Sorprendentemente, pero a la vez no tanto, Joe no quiso asistir a la ceremonia, y nosotros, sus hijos, entendimos bien por qué. Aún así, envío un ramillete de flores a los novios, recordándoles sus buenos deseos. Ambos apreciaron su gesto.

Mi abuela Sonya tampoco hizo presencia ese día. Dicen que, cuando recibió la invitación, tuvo que llamar a urgencias, puesto que sentía que iba a desmayarse en cualquier momento. Mi padre y yo nos reímos mucho ese día, después de que verificáramos que ella se encontraba bien, claro está.

Y así, mientras el atardecer dorado ocurría detrás de ellos, los vimos marchar tomados de la mano hacia el final del camino, a la sala donde ocurriría la fiesta. Entonces, creo que fue en ese momento, al verlos mirarse con tanta felicidad y anhelo mientras caminaban tomados de la mano, supe que yo también quería vivir lo mismo con la persona que amo.

Le pedí matrimonio a Dawn esa misma noche, con la ilusión de que, algún día, sería posible llevarla al altar. Ella no paraba de llorar, y yo no podía dejar de pensar que, aún así, se veía hermosa. Y, a pesar de que aún no contabamos con el apoyo legal para hacer nuestro pacto, juramos nuestro amor ante las estrellas, y prometimos estar juntas para siempre.

Fue para las fiestas de ese año que comenzamos a planear tener una familia juntas. Averiguamos todo lo que pudimos sobre adopción y opciones alternativas, hasta que, finalmente, decidimos en buscar un donante.

Comencé a escribir este libro poco tiempo después. Una urgencia dentro mío me decía que algún día necesitaría transmitirle esta historia a alguien más, y qué mejor que la nueva tradición familiar para hacerlo.

Hoy, dos años han pasado, y Dawn y yo nos encontramos felices, viviendo en nuestra casa en 50 Pierremont Av. Mis padres, por otro lado, siguen viviendo en la casa del acantilado. Thomas pudo abrirse su Restó en el centro de la ciudad, por High Street, y lo llamó del mismo modo que su establecimiento hermano en Nueva Jersey: "La casa de Alicia". Por su parte, mi madre comenzó a dedicarse a las platas nuevamente, en especial para ayudar a su ahora esposo a cultivar las especias que necesitaba para su negocio. Su matrimonio es el más feliz que he conocido en años, y en verdad se lo merecían.

En este momento, Dawn y yo estamos por ir a sorprenderlos en el Ristó. Hace varios días que estamos intentando encontrar el momento para ir, pero siempre están muy ocupados trabajando.

Verás, es que tenemos una noticia, y es que estás en camino, mi querida Melody.

Y si estás leyendo esto, espero que te haya gustado la historia.

Te ama. Mamá Cathy.

Nuestro atardecer doradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora