Capitulo 20

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Como Psicóloga, he escuchado a muchas personas hablar de seres queridos, y principalmente, de cómo el perderlos ha hecho que sucumban a inmenso dolor. Sin embargo, con mi experiencia puedo decir que no hay mayor dolor que el de aquel que sabe que no podrá evitar perder a alguien amado, y que debe seguir viviendo, viendo a esta persona a los ojos, con la certeza de que en cualquier momento puede desaparecer para siempre.

A veces me encontraba con pacientes que cargaban con esta idea emparentada a un evidente miedo a la muerte y a lo desconocido, es decir, sin ningún tipo de advertencia más que lo perecedero de la vida misma. Sin embargo, estos no son mayoría. Si bien la paranoia neurótica abunda en análisis, a lo que yo me refiero es a quienes saben fehaciente que alguien que aman morirá, pues tienen una enfermedad del tipo terminal. 

Mi madre, Alice, como bien sabes, tenía Cirrosis en fase terminal debido a los abusos con alcohol que había llevado a cabo, principalmente durante los últimos 5 años. Para ese entonces yo desconocía los síntomas de su padecimiento, al principio había intentado evitar conocerlos a propósito, pues estaba completamente negada a tener algún tipo de contacto con ella. Sin embargo, al ingresar a su habitación en el Hospital junto con Amanda, la ví recostada sobre su cama, dormida, y noté por primera vez que su piel no estaba pálida, sino amarilla, y que en varias partes de sus brazos había várices y moretones.

Entonces me di cuenta de la gravedad de la situación, y mientras veía como mí tía corría con sus brazos abiertos para despertarla, sentí un fuerte escalofrío recorrer mi espalda.

Mi madre iba a morirse, y yo no había hecho nada para ayudarla más que intentar encontrar a un maldito amor perdido, cuando, en realidad, debería haber estado para ella la primera vez, cuando estaba sola en su casa vaciándose una botella de whisky escocés por si sola, o cuando la llevaron de urgencia al hospital y nadie la visitó durante semanas. 

Intenté justificarme diciendo que todos sufrimos las consecuencias de nuestros actos, que si sus hijos la abandonaron durante el peor momento de su vida debía ser porque había sido una madre totalmente ausente y ahora estaba pagando por eso. Pero no pude sostenerlo, viéndola tan débil y sola, no podía dejar que se fuera así.

Luego de que Amanda y mi madre se abrazaran, corrí hacia ellas y me lancé a abrazarla yo también, tomándola por sorpresa. Ella envolvió sus delgados brazos a mi alrededor y apoyó su rostro sobre mis esponjosos rizos.

— Cathy, hija, ¿estás bien? — me preguntó ella risueña. Nos separamos y me senté junto a ella en la cama. Amanda nos miraba enternecida. Volví la mirada hacia mi madre y, casi inevitablemente, comencé a llorar.

— Lo siento, mamá, lo siento mucho... — sus ojos marrones se disolvieron en lágrimas al verme, y una expresión de tristeza se formó en su rostro — Yo debí haber venido antes, tendría que haberte cuidado mejor, no tendría que haber llegado hasta aquí, podríamos haberte salvado — entonces no podía contarlo, estaba sollozando mientras hablaba.

Miré a mi derecha y vi a mi tía cubrirse la boca con sus manos y darse la vuelta hacia la puerta. Aquel momento era íntimo, estaba haciendo lo correcto.

Alice me miró sin decir nada por unos segundos, esperando que yo me calmara. Finalmente, cuando di mi último suspiro, agachó su cabeza y comenzó a hablar.

—Hijita... Yo... Mi enfermedad tiene cura.

Abrí mis ojos con confusión.

— ¿A qué te refieres? ¿Qué hay que hacer? — mi corazón estaba acelerado.

Sin embargo, al ver como ella desviaba la mirada y mordía sus labios, supe que no obtendría una respuesta que me agradaría oír.

— Trasplante de hígado...

Nuestro atardecer doradoNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ