Capítulo 8

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La luz de la carretera golpeaba sobre la tapa blanca de la caja mientras esta se tambaleaba de un lado a otro por el brusco rodar de las ruedas del auto sobre el asfalto. Tenía ambas manos aferradas al volante, mi ojo izquierdo se distraía de vez en cuando para ver hacia el asiento del acompañante, donde la había dejado. Me había tomado unos segundos decidir si era apropiado llevármela a casa de Joe, ¿qué tal si la encontraba? ¿Qué excusa pondría? Claro que aquellas dudas no me detuvieron, pues la curiosidad se había apoderado de mí.

Al llegar a su casa, vi que las luces del comedor estaban encendidas. Cuidadosamente, me puse mi bolso de mochila y tomé la caja entre mis brazos. Intentando pasar desapercibida, me dirigí hacia la puerta del patio trasero, la empujé con mi rodilla y esta se abrió. La habitación de huéspedes tenía una ventana que miraba hacia el patio, por lo que decidí dejar la caja escondida debajo de esta, detrás de unas bolsas de basura que olían espantoso. Miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie me hubiera visto, el barrio estaba desolado y silencioso. Suspiré. Luego me di media vuelta, y casi en cuclillas, volví a salir por la puerta del costado. 

En un intento de despejar cualquier sospecha, me acerqué al auto para pretender que acababa de llegar. Abrí la puerta del conductor lentamente y luego la cerré exageradamente fuerte. 
Mi padre no tardó en aparecer en la puerta de entrada, claramente me había oído. 

—Cariño, ¿todo bien? Estaba a punto de llamarte al teléfono celular pero luego vi que lo habías dejado en el cuarto — dijo él con el mismo ceño que solía tener cuando se preocupaba por mí. 

— Sabes que no me gusta usarlo demasiado — le contesté con honestidad mientras pasaba junto a él por la puerta. Joe asintió y la cerró tras de sí. 

—Y sabes que lo acepto, pero, ahora que estás aquí, al menos me gustaría que lo lleves contigo, solo por si acaso, ¿sí? — intentó persuadirme él, sus manos apoyadas sobre la cintura en forma de manija y los labios apretados. 

Suspiré mientras ponía los ojos en blanco, sintiéndome una adolescente otra vez. Me encogí de hombros y asentí. 

—Está bien, pa, lo haré. 

—Bien — dijo él, ahora con una sonrisa. La barba rubia seguía cubriéndola casi por completo. — ¿Cómo está mamá? — preguntó antes de que pudiera salir de allí corriendo hacia el cuarto. 

—Emm... Bien, creo, como puede. Su enfermera me puso al tanto de todo, y ella cree que estará bien — mentí, no sabía bien por qué, como si mi padre no supiera que su ex mujer había intentado quitarse la vida hacía unos meses atrás. Sin embargo, él asintió, podía ver el alivio en su expresión, como si hubiera quitado un peso de sus hombros. 

—Okay, eso es bueno, ¿verdad? Siento que tu visita le hará muy bien para recuperarse, ¿crees que lo hará? 

—¿Recuperarse? — le pregunté con ingenuidad. 

—Sí, en verdad deseo que pueda volver a casa pronto. Tal vez tu puedas convencerla, tal vez puedes hablarle, sabes, hacer lo que tú sabes hacer. 

En parte, sus palabras me dolían, pues podía notar que, a pesar de todo, él seguía preocupándose por ella, al fin y al cabo, era su mejor amiga. Sin embargo, odiaba que pensara que, por ser psicóloga, yo podría convencer a mi madre de que no recaiga, como si mi trabajo se tratara simplemente de otorgar buenos consejos y ser muy persuasiva. ¡Ojalá! Me ahorraría muchas molestias en la vida diaria. Tristemente, haber leído a Freud no te daba superpoderes psíquicos. Aun así, entendí que estaba desesperado por ella y por su salud. Deseaba decirle que estaba encargándome de eso, que teníamos un trato ella y yo. Pero, a pesar de mis deseos, sabía que no podía decírselo. Pues, incluso si cumplía mi tarea, no tenía ninguna certeza de que ella cumpliera con la suya, mantenerse viva. 

Nuestro atardecer doradoUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum