Capítulo 27

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Todo parecía demasiado bueno para ser verdad.

Me giré hacia la recepcionista y le pregunté, con la guía aún en mis manos, si esta era reciente.

— No, cariño. Mira, en la tapa dice "1995" — dijo señalándome con su índice que volteara la tapa.

Bajé la mirada e hice como ella dijo, entonces comprobé que tenía razón. Solté un suspiro. Sabía que no podía ser tan fácil.

Sin embargo, no me rendí.

Volví a abrir la página en la que había encontrado el nombre de mi padre y leí la dirección que indicaba: Municipio de Berkeley, Avenida Maryland 300.

Según lo que había podido entender al verificarlo en un mapa, estaba a 22 kilómetros y medio de distancia del Hotel. Y si bien no tenía ninguna certeza de que Thomas siguiera viviendo allí, no tenía demasiadas opciones. Debía empezar por algún lado.

Le pedí a la recepcionista que me indicara el modo más sencillo para llegar hasta allí, y ella, muy amablemente, me entregó un par de monedas para que tomara el autobús.

Entonces así fue como acabé nuevamente esperando un bus que cambiaría el destino de mi vida. Primero había sido en Londres, y ahora, en otro maldito país, también en búsqueda de reencontrarme con alguien a quien, por años, creí no necesitar en mi vida, pero al perecer, me era más necesario que el aire para respirar.

Veinte minutos después me encontraba en camino a aquel nuevo destino. El autobús no estaba demasiado lleno y se podía ver muy bien el paisaje veraniego por la ventana, y el cielo repleto de nubes que presagiaban una posible ventisca.

Recuerdo que, durante aquel trayecto, tomé mi teléfono celular y le envié un mensaje de texto explicándole a Dawn lo que estaba a punto de hacer.

Ella respondió con tres signos de exclamación.

Cuando íbamos a la secundaria, tres signos de exclamación podían significar múltiples cosas: desde "presta atención a lo que ocurre allí" o, "estoy muy emocionada por lo que estamos viendo en clase", hasta, "este tipo está hartándome". Ella y yo habíamos inventado aquel recurso para poder comunicarnos casi telepáticamente, cada vez que necesitábamos mantenernos en absoluto silencio. Aquel día no era por el silencio, sino más bien, debido a la distancia. Pero, a pesar de que no la tenía a mi lado para descifrar en sus ojos el sentido de su mensaje, e incluso después de quince años sin usar nuestro código lingüístico, sabía sin dudarlo que los tres signos de exclamación significaban "tú puedes, te quiero".

Finalmente, luego de que los quince minutos más largos de mi vida transcurrieron, el chofer exclamó a viva voz "¡Berkeley!", entonces supe que debía bajarme.

La recepcionista del Hotel me había explicado que el bus me dejaría a unas dos cuadras de la Avenida Maryland, luego tendría que caminar hacia la derecha por tres cuadras más, y allí encontraría mi destino. Al menos aquellas fueron las palabras que intenté retener mientras caminaba luchando contra el repentino viento costero, el cual era helado y estaba entumeciendo mis extremidades. Miré a mi alrededor y me percaté de que los demás peatones se encontraban en una situación semejante a la mía respecto a aquel frío invasivo. Al parecer nadie había escuchado el noticiero por las mañanas antes de salir de casa. Por lo menos yo tenía una excusa.

Cuando estaba a punto de rendirme, pues el frío estaba agotándome, levanté la cabeza y me encontré con que estaba entre los números 268 y 270 de la Avenida Maryland. Tal vez fue entonces que mi cuerpo reaccionó y comencé a sentir el calor de la sangre corriendo por mis venas. Estaba demasiado cerca. Respiré hondo y me concentré en dar pasos firmes mientras escaneaba rápidamente los números de las casas a mi alrededor, pero simplemente no podía hallarlo. Me frené en medio de la manzana y apoyé las manos sobre mis caderas para pensar por un momento mientras recuperaba el aliento.

Nuestro atardecer doradoWhere stories live. Discover now