💀Capítulo 25. No lo sigas

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Presenciar la muerte en su forma más cruda no debería ser una justificación para la debilidad, sino un motivante para la fortaleza

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Presenciar la muerte en su forma más cruda no debería ser una justificación para la debilidad, sino un motivante para la fortaleza.

Lazarus Solekosminus se decía esto desde que conoció la muerte a una muy temprana edad. Humanos en la hoguera, humanos infectados de la plaga, humanos asesinados en el campo de guerra; vampiros cazados, vampiros degollados, vampiros quemados vivos. No hacía diferencia la raza, la muerte era la muerte, la sangre era la sangre y un corazón que dejaba de palpitar era exactamente eso, un órgano descompuesto que ya no le daba fuelle a un cuerpo.

Su mente renunció a toda sensibilidad que tuviese por la muerte, era como una protección, un escudo para prevenir que sufriera un colapso o un trauma irreparable que lo hiciera extraviarse en el miedo. Pero Lazarus Solekosminus no estaba muerto por dentro, era un vampiro que escogía no sentir el deceso de otros, pero dentro de sí —oculto tras toda esa fachada—, restaba una parte a la que le dolía cuando veía a un ser querido morir, aquella que le estrujaba el pecho y le cerraba la garganta, aquella que le provocaba una rabia incontenible.

«La Catedral Roja». Pensó, viendo el Nueva York humano desde el tejado del edificio de departamentos mientras fumaba un cigarrillo de una cajetilla recién comprada en una tienda de conveniencia. «Veo que no has cambiado en nada».

Él conocía al Salvador y, desafortunadamente, también su modus operandi. Era un monstruo cruel que primero experimentaba contigo, te torturaba, te convertía en una vil rata de laboratorio y, una vez probabas ser inútil o un peligro, te asesinaba a sangre fría. El Salvador solía trabajar en el castillo del Padre Común hace decenas de años y ahí tenía una guarida, un sitio repleto de ataúdes y cruces y por donde solo se filtraba la luz a través de una pequeña ventana cuyos cristales estaban tintados de rojo.

Fue en ese sitio donde El Salvador, bajo órdenes del Padre Común, mató a su mejor amigo, a su hermano del alma, a Lucas Cross. Fue en ese sitio dónde encontró su cadáver degollado y la sangre en un copioso charco en el suelo. Fue en ese sitio donde lloró una muerte por última vez.

—No deberías empeñarte tanto en vengarte —dijo una voz a su costado.

De nuevo estaba sufriendo una de esas vívidas alucinaciones. Lucas estaba ahí, a su lado, luciendo intacto y sano. Todo era falso.

—Déjale ese problema a los vivos —replicó con simpleza.

—¿Otra vez hablando solo, detective? —inquirió una voz muy diferente a sus espaldas, Blair.

Lazarus exhaló, sacando el humo, y se colocó sus gafas en el rostro, desvaneciendo la imagen de Lucas.

—Pienso en voz alta —contestó—. Me ayuda a concentrarme.

Blair se paró a la orilla del techo, sin temor alguno de caer, puesto que, si eso llegara a ocurrir, la maldita bruja encontraría la manera de salvarse.

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