CAPÍTULO 3: ESTE MUNDO ES PELIGROSO

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Era noche de makirunjo (luna llena). Kin y Dara descansaban sobre un lecho de hojas caídas, en un claro del bosque. Dara, cubierta con su manta, yacía profundamente dormida. Kin, por su parte, no conseguía cerrar los ojos. Esa noche recordaba los momentos felices que pasó junto a su tía. Por otro lado, el frío penetrante lo tenía con la piel de gallina.

De pronto escuchó pisadas, ramas quebrándose y hojas meciéndose. Alertado, se levantó y empuñó su espada. Era evidente que alguien se aproximaba. Descartó que fuese un soldado, porque solo escuchaba las pisadas de una persona, y ellos marchaban agrupados. De cualquier forma, la lucha o la huida eran inminentes.

Una silueta emergió de los árboles: un hombre alto, cubierto por un manto azul que le llegaba hasta las rodillas. Ocultaba su rostro con una capucha, pero sus ojos verdes brillaban en la oscuridad. Empuñaba un florete cerúleo en su mano derecha. Kin mantenía las piernas separadas, una detrás de la otra, sosteniendo su espada, listo para ejecutar un ataque, pero muy nervioso para hacerlo. Tras intercambiar miradas, en absoluto silencio, el encapuchado tomó la iniciativa.

—Largo de aquí, niño, no perderé mi tiempo contigo. ¿Qué hace un niño como tú aquí? Los bosques son peligrosos, aún más durante la noche.

Pero Kin se mantuvo en su posición. Tal era su nerviosismo que no podía reaccionar, ni para atacar, ni para huir. Nunca estuvo en un combate real, pero abandonar a Dara nunca fue su opción. Ese dilema no lo dejaba actuar.

—¿Te vas a interponer en mi camino? Entonces quieres pelear —dijo mientras acortaba la distancia entre ambos.

Se pusieron frente a frente. El encapuchado elevó su florete, con la intención de atacar. Kin, como acto reflejo, arremetió con su espada, provocando un choque entre ambas armas. El encapuchado, más veloz, descargó un puñetazo en su estómago, haciéndolo retroceder.

El combate inició. Una ráfaga de puñetazos impactó en el torso de Kin, hasta derribarlo. Se levantó, dibujando una trayectoria semielíptica con su espada, pero la hoja delgada frenó su desplazamiento, empujó verticalmente y desvío su ataque. Kin estaba en el suelo, pero su adversario seguía de pie, sin haber derramado una gota de sudor.

Se levantó de nuevo y arremetió con más estocadas. Ninguna conectó. Un puñetazo en la cara lo puso de rodillas. Un breve parpadeo bastó para que el encapuchado posicione la punta de su florete a milímetros de sus globos oculares.

—¡Eres muy lento! No eres mi enemigo, y eres muy débil, me daría pena matarte.

Le propinó un rodillazo en el estómago, tumbándolo por tercera vez.

El fragor de la pelea despertó a Dara. Observó a su amigo, tirado en el suelo, retorciéndose por el dolor. El encapuchado se paró delante de ella y la miró con ojos amenazantes. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. No se podía mover, ni era su intención hacerlo. Sus huesos temblaron. El sujeto sacudió su manto y continuó de largo, sin voltear a verlos.

—Soy Elam —exclamó a una distancia considerable—. Si nos volvemos a ver, me gustaría que recuerden mi nombre. —Y desapareció.

Kin se arrastró para seguirlo, hasta que ya no pudo verlo. Dentro, la rabia que sentía se ensanchaba, y a su vez agrandaba el dolor. Clavaba sus uñas en el pasto para soportarlo.

"El viejo presumido tenía razón"

Apenas disipada la figura del encapuchado, Dara se levantó para socorrerlo.

—¡Kin! ¿Qué pasó? ¿Quién era ese joven? ¿Por qué pelearon? —preguntó después de ayudarlo a pararse.

—¡Ay! ¡No, Dara, ahí no! ¡No toques ahí! —advertía con quejidos mientras examinaban su torso desnudo.

—Aguanta un poco más, voy a calmar el dolor —dijo con una expresión seria.

—Ese hombre... ¡Era muy fuerte! —renegaba con dificultad—. Ni siquiera pude tocarlo.

—No te hizo heridas graves... ¿Por qué peleaste con él?

—No lo sé. De repente apareció, me puse en guardia para pelear, pero no me pude mover. Creo que malinterpretó mis movimientos y así comenzó todo.

—Lo provocaste, sé más cuidadoso —regañó con una voz madura—. No sé cómo hemos sobrevivido tanto tiempo.

Arrancó algunas hojas de una planta y las mojó con agua. Le entregó dos a Kin y le ordenó que las mastique. Machacó el resto con una piedra hasta conseguir una pasta grumosa. La untó sobre los moretones de Kin. Ahora él miraba con asombro las acciones de Dara. Notaba seguridad en cada movimiento, hablaba con firmeza. Por ese instante, no era la misma niña tímida que conoció.

—Deberíamos irnos de aquí, Dara. No dormiremos hoy —sugirió Kin, ya más aliviado.

—¿Estás seguro? ¿Puedes caminar así? No creo que nos crucemos con alguien más... ¿No sería mejor quedarnos aquí? Digo, si nos movemos, sí que podríamos cruzarnos con alguien... —Con cada palabra, su pánico y confusión se acrecentaban.

—¿Por qué eres tan preguntona? Está bien, nos quedaremos —interrumpió con brusquedad—, me da flojera caminar y tienes razón, todavía me duele.

"No, es la misma Dara de siempre"

Después de una breve charla se acostaron de nuevo. Y de nuevo, Kin no lograba conciliar el sueño, pero esta vez por el dolor y por pensar en su reciente pelea.

—Por eso no quiero ser soldado —musitó quejumbroso.

A pesar de las preocupaciones, Dara volvió a entrar en un sueño imperturbable. La tranquilidad volvió al bosque. Kin dejó de pensar en el asunto y acabó durmiéndose también.

Aunque pasaron muchas dificultades en su viaje, recién lo habían comprendido: el mundo es peligroso. Desconocían el precio de explorar el mundo con libertad, pero, sin notarlo, ya habían empezado a pagarlo.

La vida no es tan simple como la veían ellos.

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