CAPÍTULO 19: CAMPOS DE TRIGO

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—Nosotros, como soldados reales, tenemos funciones muy importantes en Krabularo y el país de Rurucen. Cuando hay guerra, somos los segundos en el frente de batalla, después de los soldados comunes.

»Cuando no hay guerra, supervisamos a los soldados comunes y regulamos su accionar. Viajamos a diferentes lugares del país para ello. De vez en cuando aplastamos los levantamientos y rebeliones de los plebeyos, cuando los soldados comunes no pueden. También a ellos cuando se rebelan. Pertenecer a la realeza militar de Krabularo no es una tarea sencilla. —Los muchachos fingían prestar atención al maestro, porque ninguno tomaba con seriedad sus palabras.

El carruaje que los transportaba era espacioso, aun con las cajas de provisiones. Un reducido equipo de soldados comunes, fornidos y bien armados, lo escoltaban. Gerark se levantó, destapó el cofre que usaba como asiento y sacó piezas de armadura, de color ámbar.

—Vengan, pruébenselas, fueron hechas a su medida. Si no es así, le reclamaré a los herreros.

—Pero aquí solo hay hombreras, coderas, petos y musleras —objetó Yendry—. ¿No van a darnos una armadura como la suya?

—No. Esa es para mostrar mi rango. Al momento de pelear no las usamos, usamos esto, piezas ligeras que cubren las partes vitales del cuerpo.

—¡No es posible! ¡Estas cosas no van a protegernos para nada! —protestó Kathe.

Las piezas eran de keritita, una aleación de hierro con maxentita, que le daba ese característico ámbar. El hierro daba dureza, la maxentita ligereza, maleabilidad y una dureza extra.

—¡¿Ya están probándoselas?! Apúrense, quién sabe si ahora mismo nos atacan. Siempre deben estar preparados.

Ninguno se quejó, eran de la talla perfecta. Kin se sintió ligero, hizo unos movimientos de pelea, notó que no le restaban mucho movimiento.

Llegada la medianoche, los aspirantes hacían mucho esfuerzo para no pegar los párpados, Gerark les echaba licor en el rostro cuando lo hacían.

—¡Aprendan a resistir como soldados, que pasarán muchas noches sin dormir!

Los ojos del creador eran visibles por una rejilla. Kin los miraba, encandilado.

—¿Tanto te gustan los ojos del creador? —preguntó Dara.

—No es eso —contestó sin desviar la mirada—, haciendo esto no me duermo tan fácil.

Tras pasar muchas horas recorriendo el bosque, llegaron a su destino. Campos de cultivo se desplegaban hasta el horizonte. Justo en medio se alzaba una finca y su granero. Más al fondo, la ciudad de Larkelat, gobernada por la familia del mismo apellido. Al igual que Krabularo, estaba muy bien amurallada, pero su silueta era más pequeña en comparación. El cielo pintado con tonos rojizos y amarillentos agregaba un toque mágico.

Los campesinos guardaban a sus bueyes y prendían fogatas, alrededor de las cuales bebían y charlaban. Soldados empezaban a desplazarse por todo el perímetro, dispuestos a reanudar sus labores. El carruaje se detuvo frente a la enorme puerta de la finca, resguardada por un grupo de soldados. Gerark y sus niños bajaron del transporte.

—¡Nuestros visitantes han llegado! —exclamó un soldado, greñudo y con la barba poblada Ostentaba una armadura plateada y una lanza de punta turquesa—. ¿Con quién tengo el honor?

—Gerark Sonagakure.

—¡Oh, el renombrado Gerark Sonagakure! —exaltó, levantando sus brazos—. ¡Me arrodillo ante su presencia! Capitán de soldados comunes, Félix Rowa, para servir. —Extendió su mano para estrechar la de Gerark.

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