Prólogo

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Se llamaba Luka.

Había sido mi mascota durante casi un año, mucho antes de que todo esto comenzara. Lo encontré en una caja de cartón en la calle, junto a un sillón viejo, bolsas de basura y un árbol sin hojas. Era una bola café oscuro de pelo esponjoso y sucio, apelmazado en algunas partes por la mugre y lo que parecía ser dulce. Estaba llorando bajito y por eso creí que lo estaba imaginando. Me dirigía a la escuela esa mañana. Mis audífonos no tenían batería así que el camino era silencioso y por esa razón pude escucharlo. Por un momento pensé que sería un perro moribundo y dudé antes de acercarme a la caja ya que el aroma a basura era demasiado intenso. Esa pequeña bolita de pelos alzó sus patas en cuanto me asomé a la caja. Sus ojos eran café claro y su nariz era negra. Rascó el cartón como si me pidiera ayuda y no dejaba de llorar.

¿Qué puedo decir? Tengo un corazón débil hacia los seres inofensivos como los perros. En especial con aquellos que son abandonados en la calle a su suerte. Así que lo tomé dentro de la caja y regresé a mi casa para bañarlo, alimentarlo o lo que hiciera falta. Falté a la escuela ese día, pero no era un problema porque no lo hacía con mucha frecuencia. Mis amigos me enviaron los apuntes y las tareas para que pudiera hacerlas en casa y yo pasé toda la mañana con Luka, alimentándolo, cargándolo, arropándolo. No estaba seguro de qué dirían mis papás al verlo, pero dudaba que lo echaran a la calle de nuevo. En especial mi mamá, que tenía un corazón tan débil como yo. Ellos dos trabajaban en una empresa de aviones y partían desde muy temprano para volver en la noche. Los veía poco tiempo al día. Mi hermano mayor estaba de intercambio en Canadá por lo que restaba del año. Así que estaba solo, al menos hasta que Luka llegó. La verdad, no sé cómo pude amarlo tanto en tan poco tiempo, pero fue inevitable no hacerlo.

Durante la primera noche intenté hacer que se quedara en una cama que le hice con una sudadera vieja de mi hermano. Lo acomodé en el suelo a un lado de la cama, lo dejé ahí antes de meterme bajo las cobijas y apagar la luz. Comenzó a llorar bajito casi de inmediato. Intenté acariciarlo, dejarle un peluche de su tamaño a su lado, le tatareaba. Nada funcionó. Hasta que lo subí a mi cama, por supuesto. Entonces durmió como un angelito entre mis dos almohadas. Yo no hice lo mismo. Es que me daba pánico pensar que podría aplastarlo si me quedaba dormido, era como un angelito. Más o menos. Luka tenía un extraño reloj interno en el que exactamente a las cinco de la mañana, se despertaba como si estuviera poseído y comenzaba a tirar de mi cabello y a morder mis orejas o todo lo que tuviera al alcance y cuando digo todo, me refiero en realidad todo, incluso aquellas partes que fueron hechas para ser tratadas con cariño.

Así comenzaron mis largas noches de insomnio junto a Luka. Después de unos meses creció un poco más y pude dormir más tranquilo. A veces lo tiraba de la cama sin querer. A veces él me tiraba de la cama a mí. Teníamos una extraña relación amor-odio. Por ejemplo, yo salía al patio para limpiar su excremento y él me veía desde la puerta como si pensara "Bien, esclavo. Sigue limpiando". Y yo me arrepentía de haberlo rescatado, porque siempre, siempre guardaba un pequeño pedazo que dejaba como un regalo detrás de mí para que yo lo pisara ensuciando mis zapatos favoritos y él me miraba bostezando (como si no durmiera todo el día). Pero después, cuando yo entraba al baño para tomar una ducha, él esperaba sentado afuera mirando hacia el pasillo como si me estuviera cuidando. Era gracioso porque su tamaño era diminuto. Cualquier amenaza le pasaría encima sin problemas, pero él se sentaba ahí como si no le importara y solo quisiera protegerme. Hasta que escuchaba un sonido y entonces brincaba como un gato y rascaba la puerta como si dijera "¡Dean, déjame entrar. Hay algo aquí afuera!"

Lo amaba con todo el corazón, quizá más de lo que se puede expresar con palabras y sabía que él me amaba también. Cada mañana, después de su ataque de locura, se volvía a dormir con la cabeza sobre mi cuello, como si quisiera sentir mi pulso. Cuando yo me estiraba él se levantaba bostezando, se arrastraba hasta acostarse sobre mi hombro, agitando la cola y lamiendo mi mejilla. Era su forma de decirme buenos días, o eso creía.

Y la vida era normal, cotidiana, incluso un poco aburrida. La rutina era la misma día tras día, semana tras semana. No me molestaba, había cierta dulzura en la tranquilidad de una vida ordinaria. No buscaba nada más, no anhelaba nada diferente. Mis momentos favoritos eran cuando nos sentábamos todos en la mesa: mamá, papá, mi hermano mayor y yo, y charlábamos de cualquier cosa sin mayor importancia como lo extraño que era agregar piña a la pizza. Esa vida era todo lo que deseaba, pero como sucede muy a menudo, el destino tenía planeado algo diferente que llegó de la peor manera.

Aprendí que los monstruos existían. Aprendí que la vida no siempre es real y que la verdad puede manipularse de tantas formas. Mi mundo se derrumbó y yo solo podía verlo, sin hacer nada más. Todo lo que conocía, lo que creía conocer, se desvaneció. 

KensingtonWhere stories live. Discover now