CAPÍTULO 65

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    Esperar era lo único que le quedaba. Esperar. Esperar. Esperar. Esperar. Esperar a que todo pase. Esperar. Esperar.

   Abrió los ojos, sintió que ya no le pesaban, no sintió dolor, malestar físico ni mental, se sintió bien, así de simple, bien, se sintió en calma, sin preocupaciones, sin pensamientos perturbadores que la obligasen a tensionarse, a dudar, a temer ¿Por qué había dejado vencer al miedo? ¿Por qué era este frenético sentimiento el dueño atroz de sus días, de su accionar, de su vida? Ya no encontraba sentido en lo que oía, en lo que veía, en lo que sentía, porque no había pedido esta realidad, no la había deseado, ¿acaso fue un error querer escapar de la monotonía? Su inconformidad la había condenado a dejar de perpetuar lo cotidiano, a descubrir lo inhóspito, a dejarse seducir por la muerte.

   Abrió los ojos, y así, con esa calma, ahora invasora, se levantó de su asiento y se dirigió a un rincón conocido, a medida que caminaba por el pasto verde que iba surgiendo conforme avanzaba, se sentía a salvo de todo y de todos, pues sabía, pese a no sospechar nada, hacia dónde se dirigía. La alfombra verde la invitaba a seguir caminando para, visualizar, mediante su paso, cómo las paredes del hospital se iban desintegrando, al igual que lo hizo el techo, para darle lugar al nítido cielo azul. Una voz conocida la llamaba "¡Ana, Ana!", quien, guiada por la sonoridad familiar, se sentó en el césped y abrazó sus pies, ahora descalzos, suavemente con sus manos.

—Ana, te traje el libro que me prestaste el otro día. —La dueña de la voz, se sentó a su lado, una morena con la cabellera espesa, le hacía devolución de un ejemplar de Cien años de soledad.

—¿Terminaste de leerlo?

—A duras penas, pero lo acabé —Sonrió entre dientes.

—Es intenso, ¿verdad? —preguntaba Ana ofreciéndole un mate.

—Intenso, profundo, simbólico, es simplemente apasionante.

—Las enmarañadas historias personales de los Buen Día, la repetición de los nombres a través del tiempo, sus oficios, legados, costumbres...

—Los Aurelianos y los Arcadios, uffff... —Resopló Natalia tomando un mate— Espero recordar cada detalle en el final.

—Es cuestión de ir confiada, los textos están leídos y te presté mis apuntes de cátedra, ¿te sirvieron?

—Más de lo que pensaba, gracias amiga, no podría haberlo hecho sin vos.

—Te quiero.

—Y yo a vos Ana... Ana... Ana... Ana...

Abrió los ojos nuevamente. Ana... Ana... Ana... Esta vez, a diferencia de la visión, le pesaban. Ana... Ana... Ana... El impoluto cielo fue, nuevamente, remplazado por el techo descolorido del hospital. Ana... Ana... Ana... Y la alfombra verde, por la que antes caminaba descalza, volvió a su forma original, fría y de cemento. Ana... Ana... Ana... Veía sin ver, con los ojos velados por una suave tela que los cubría y dejaba que la vida pasase así sin más, que el mundo siguiera su curso, que permaneciera invisible para toda aquella gente que andaba por el recinto, algunos distraídos, otros sollozando, otros preocupados, sin un motivo por el cual sonreír, sin nada que perder, abstraídos de la vida, prisioneros del recuerdo.

—Ana.

—¿Víctor?

Ana y Víctor, sentados en la sala del hospital, sin hablarse, sin mirarse, solo oyéndose respirar, él sabía por qué Ana estaba allí, ella sabía por qué Víctor estaba allí, la respuesta era una sola: Natalia. Era cierto que él la amaba, ya no había nada que teorizar, ni ninguna esperanza a la cual aferrarse, implícitamente le había dejado por sentado que ella, Ana, ya formaba parte de su pasado y que el dicho "donde hubo fuego..." no a todos les compete, porque ya ni las cenizas quedaban de lo que una vez fue su relación. Ana apoyó, como antes, su cabeza entre el hombro y el cuello de Víctor y él le tomó la mano, pero aún sin decirse nada, pues las palabras se llamaron a silencio, y el silencio, a veces, es una condena, porque necesitamos hablar para vivir, porque si no hablamos morimos, porque la palabra es vida.

—Lucía me contó todo.

—Me imaginé —respondió Ana sin levantar la cabeza.

Lucía, había sido muy cuidadosa con las palabras que había elegido, palabras, a veces certeras otras traicioneras. Respondió, rápidamente, el llamado de Víctor quien, al no poder comunicarse con Ana, decidió llamar a la casa de Lucía, esta le dijo dónde encontrar a Natalia, en el hospital de un pueblo olvidado por el mundo, que allí se encontraba internada, tras una pelea que había tenido con la que una vez fue su amor, dicha trifulca, había derivado en un accidente cuya peor parte se la había llevado la morena. Tras el ataque de nervios y la violenta verborragia ininterrumpida, Lucía vociferó un "¡Peleaban por vos idiota, vos sos el culpable de todo esto!".

—Es inevitable sentirme miserable, esto se me fue de las manos, pero ella se entrometió y...

Nuevamente el conflicto interno estaba diciendo presente, la oscuridad estaba envolviendo su corazón poco a poco, pero qué es lo que le estaba ocurriendo, dónde quedó toda esa compasión y dulzura que siempre la habían caracterizado, acaso el rencor se estaba alegando el papel protagónico, acaso no era capaz de perdonar, de perdonarla, de perdonarlo... de perdonarlos.

—Perdoname, Ana.

Víctor se había adelantado, una vez más, a sus pensamientos, si bien el rencor no iba a desaparecer mágicamente, solo una palabra fue necesaria para acallar las voces que la inducían a odiar. Solo una palabra, así de simple: Perdón.

—Víctor...

Solo alcanzó a balbucear y abrazarlo fuertemente para no soltarlo jamás y volver a sentirlo suyo, aunque sea un instante.

—¿Ustedes son familiares de Natalia Becka? Lo siento mucho, hicimos todo lo que pudimos.

LA DESAPARICIÓN DE VERÓNICA WARRENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora