Prólogo

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Allende, Nuevo León, México, 1995.


La ciudad nunca olvidará la noche más triste de su historia. El silencio de la carretera nacional se ve contaminado por el rugir de los motores y el rechinar de llantas de dos camionetas. La persecución se inicia cruzando el entronque a Galeana y aunque la Ford azul tornasol lleva medio kilómetro de ventaja, es cuestión de segundos para que la potente Chevrolet negra se ponga a tiro de piedra, o más bien, a tiro de bala. Justo cuando el copiloto del vehículo depredador se prepara para accionar su arma de alto calibre, su presa gira para introducirse en una vía no pavimentada. La tolvanera y el abandono de la luz mercurial hacen que las víctimas, de la primera ráfaga de disparos, sean solo pequeñas naranjas verdes de los numerosos naranjos que circundan el camino imperfecto. Las balas que atraviesan la carrocería de la Ford son pocas, gracias también a los recios rebotes que provoca la superficie, hasta ahora, también aliada de la presa, que sigue sin responder al ataque bestial.

Los vidrios salpican cuando la distancia se estrecha, triste traición del camino al retorcerse. Solo basta un zarpazo para desestabilizar a su presa y hacerla estrellar contra un corpulento sabino; aunque el chofer adolescente alcanza a frenar unos metros antes del impacto, la colisión es inevitable por la velocidad a la que huyen. Chuy, el copiloto, intenta no salir proyectado por el parabrisas con ambos brazos y piernas estiradas, y los dientes y cada músculo apretados, pero, aun así, su cabeza hace añicos el vidrio y queda tendido sobre el capó.

Pese a que, ninguno de los dos adolescentes está sujeto con el cinturón de seguridad, el chofer logra permanecer en su asiento, aunque eso lo condena. Mientras la tolvanera cede, las balas acribillan llantas, vidrios, luces traseras, troncos y al chofer de la Ford azul tornasol, que en vano se agazapa. Chuy, "El Púas", ve a su compañero sin movimiento, con el rostro contra el volante, entonces sus lágrimas se suman al sudor, tierra y sangre que le escurren por el rostro y empapan y aplastan a sus características "púas" de su cabellera. Sin tiempo de razonar, gatea por la tapa del cofre para después lanzarse sobre las raíces robustas del sabino. Quiere gritar de dolor, pero se contiene cuando los disparos ceden. No sabe ni donde presionarse, hemorragias por doquier, y el dolor gobierna todo su cuerpo.

El zumbido en sus oídos casi no le deja escuchar a las voces que se acercan ni la corriente del río que se encuentra a cuatro pasos de él; distancia que podría recorrer en dos segundos, si las piernas le funcionaran. Así que no le queda más que arrastrarse; por si fuera poco, su mano izquierda tampoco le responde y su visión se desvanece. Trata de limpiarse la sangre de los ojos, pero solo provoca que el ardor aumente, y su visión no mejora.

Chuy repta con mucha dificultad, no le sería posible sin la ayuda de las raíces serpenteantes del sabino que perforan el suelo una y otra vez y le sirven de palanca para el único brazo que puede mover. Los tipos armados se aproximan a la camioneta con arma en mano y cautela. Las luces delanteras destruidas de la Ford, dan algo de ventaja a Chuy, pues las nubes oscurecen aún más la noche y los maleantes no logran verle cuando se zambulle al tempestuoso y profundo río.

Uno de los matones corre hacia la ribera al escuchar la zambullida y dispara con su metralleta al agua, sin lograr ver a nadie. Su compañero se le acerca y le pregunta:

—Eran dos, ¿verdad? Deben de ser dos ¿O, solo era uno?

—No sé. Yo creo que eran dos. ¿Ves algo?

—No... ¿Tú viste si se bajó alguien?

—No.

Entonces, uno de ellos saca el cuerpo del chofer de la camioneta y lo avienta con gesto desagradable, como si se tratara de una bolsa de basura, mientras tanto, el otro sigue examinando alrededor de la Ford. Observa y sigue el rastro de sangre que dejó Chuy sobre el capó, pero pierde la pista al terminar las raíces gordas del sabino, y dice molesto:

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