1.- Sentencia

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El jurado había determinado que Isagi Yoichi, de 18 años, fuese declarado culpable de los cargos por terrorismo y homicidio en masa.

Cumpliría una condena de 100 años de prisión sin derecho a libertad condicional, lo cuál significaba que pasaría el resto de su vida encerrado por un crímen... que no cometió.

La pequeña familia de clase media en Japón se vió manchada para siempre. El apellido Isagi ahora era sinónimo de terror debido al atentado que cobró la vida de 15 alumnos y un maestro, mismos que fueron sus compañeros de clase.

Yoichi tenía un nudo en la garganta cuando escuchó el resultado de su juicio, a una semana del terrible hecho.

—¡YOICHIIII! ¡NOOO! ¡NO SE LO LLEVEN! ¡ÉL NO HIZO NADA! ¡POR FAVOR! ¡MI HIJO ES INOCENTE! —Los gritos y súplicas de la madre del chico resonaban en el juzgado donde acababa de ser condenado.

Una vez expedida la orden, Isagi fué llevado por las autoridades a una prisión pentagonal, alejada de la ciudad, donde pasaría el resto de sus días sin derecho a fianza ni libertad condicional.

El jóven no fué capaz ni de levantar la mirada para ver a sus padres por última vez. El abogado que contrataron no fué lo suficientemente bueno para defenderlo, ya que carecían de los recursos para pagar un profesional calificado en la defensa de un delito tan grave.

Fué esposado y llevado directo a la patrulla que lo trasladaría a su destino. Una vez en el vehículo y sin que nadie lo viera, comenzó a llorar.

Se encontraba en shock tras todo lo ocurrido, su sentencia fué rápida, todas las pruebas estaban en su contra y él aún no entendía cómo había terminado así. Su vida entera se echó a perder en un abrir y cerrar de ojos.

—Lo siento... lo siento mucho... papá... mamá... —Sin poder hacer nada al respecto, Isagi sollozaba profundamente. Aunque pudiese demostrar la verdad, la condena no se le revocaría.

Tras llorar durante todo el camino hasta quedarse dormido, fué avisado por uno de los policías para que bajara de la patrulla y lo ingresaran al lugar donde pagaría el delito.

Una prisión de máxima seguridad llamada Bluelock. También conocida como "el pentágono de la muerte", ya que ahí estaban los criminales con las peores sentencias del país, por lo que, nadie volvía a salir de ahí con vida.

—Tu uniforme, chico.

Fué despojado de sus pertenencias y le entregaron un traje de malla de cuerpo completo de líneas azules.

Daba la impresión de que llevaba cadenas por todo el cuerpo. con un número 299 en el hombro y la letra Z, misma que pertenecía al corredor que sería su nuevo hogar.

Guiado por un guardia militar, fué encerrado en una celda aislada de gruesas paredes de concreto y puerta reforzada de acero, con una pequeña ventanilla rectangular a la altura de los ojos, sólo para ser vigilado por algún oficial de turno.

Isagi pasó toda esa noche pensando que su vida terminaría en cualquier momento. Le aterraba estar ahí. No podía dormir y usó el insomnio para tratar de analizar lo que había sucedido cuando la escuela estalló en llamas. Jamás le haría daño a nadie y no se explicaba cómo fué involucrado como uno de los responsables. Sentía que iba a volverse loco.

Su mente se agotó sin darse cuenta. Fué despertado por un guardia distinto a la mañana siguiente, quien lo esposó para llevarlo a otro sitio, donde estaban reunidos los 300 criminales de Bluelock. Los murmullos y quejas no se hicieron esperar.

—¿Qué hacemos aquí?

—Esto es nuevo. Nunca nos habían reunido a todos.

—¡Quiero mi desayuno!

La fuerte interferencia de un micrófono encendido y la voz de un hombre probando el audio los hizo prestar atención de mala gana.

—Saludos, basura de la sociedad. —dijo el hombre de ojos oscuros, alto, delgado, de lentes, cabello negro y corto.— Mi nombre es Jinpachi Ego, director de esta cueva de roedores, y les tengo noticias. Bluelock ha alcanzado su cupo máximo de 300 prisioneros de alto riesgo, por lo que he solicitado un financiamiento para hacer una "reducción estratégica".

Con el énfasis en aquellas palabras, los murmullos volvieron a intensificarse.

—¿De qué mierda está hablando?

—Queremos el desayuno, ¡cállate, maldito cabeza de hongo!

—Traiganme una puta silla, este tipo aburre.

Sin embargo, el hombre no parece inmutarse en lo más mínimo ante las quejas y comentarios a los que ya está acostumbrado, continuando su explicación.

—La intención de que existan las prisiones comunes es rehabilitar a los delincuentes para reintegrarlos a la sociedad civilizada y que estos aprendan de sus errores. —De pronto, se detuvo y sonrió con malicia— Eso, cuando los delitos son menores. En cambio, ustedes están aquí por que sus crímenes no alcanzan fianza, sus condenas son extremas y sus vidas no valen más de lo que vale un trozo de mierda. Por lo que, si yo quiero, les puedo adelantar el fin de su condena en este instante.

Todos los guardias alrededor apuntan con sus armas hacia las cabezas de varios chicos. Isagi siente una luz roja en su frente y traga saliva.

También hay francotiradores ocultos. —pensó mientras sus labios y manos temblaban.

—¿Qué sucede? ¿Porqué el silencio? No me digan que le temen a una simple bala en la cabeza. —preguntó Ego con una sonrisa retorcida— Porque claro, ellos tienen la orden de disparar a cualquiera que decline mi oferta.

Con aquella última frase, el temor surgió entre la multitud. De las paredes salían decenas de luces rojas buscando las cabezas de los 300.

—Bueno, ahora que ya tengo su total atención, permítanme contarles sobre el proyecto en el que he estado trabajando. —Jinpachi Ego hizo una pausa antes de lanzar la pregunta que levantaría el interés absoluto de todos los presentes— ¿Qué pensarían si les dijera que puedo revocar sus condenas y devolverles... su libertad?

PENTÁGONO DE LA MUERTE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora