1. 𝙴𝚕 𝚗𝚊𝚌𝚒𝚖𝚒𝚎𝚗𝚝𝚘 𝚍𝚎 𝚞𝚗𝚊 𝚋𝚎𝚕𝚕𝚊 𝚛𝚘𝚜𝚊

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1841 

 𝙶𝚒𝚟𝚎𝚛𝚗𝚢, 𝙵𝚛𝚊𝚗𝚌𝚒𝚊

Los gritos del parto, se escuchaban como aullidos de tragedia en el interior de la gran mansión Bellerose

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Los gritos del parto, se escuchaban como aullidos de tragedia en el interior de la gran mansión Bellerose. Fuera, las gotas cristalinas de lluvia, caían sobre los farolillos luminosos de papel de seda; los tonos vibrantes de estos se iban destiñendo, las pequeñas velas de su interior apagándose, creando un estropicio de cera y tinta en el pavimento del antiguo patio.

No había razón de celebración y el cielo lo sabía. Ese parto no iba a traer felicidad a nadie.

Sin llorar, con curiosidad y frío llegó Erik Bellerose a este mundo, no fue celebrado, abrazado ni mucho menos besado. 

Ahí, en una pequeña cuna cubierta por un velo translucido, rodeado por el llanto fantasmal de su madre, estaba Erik; no tardaron mucho en dejar de llamarle así para comenzar a llamarle monstruo. 

Las noticias corrían rápido. 

Su rostro era indescifrable, irrepetible, terrible; demasiado incomprensible para este mundo. La comadrona y los sirvientes limpiaron a la agotada madre y el médico susurró muchas cosas al ver al niño.

En cierto momento tan solo quedaron la madre y el bebé en esa habitación.

Su madre, Sophie, no era más que una adolescente llorando aún la muerte de su marido, Pierre, el antiguo barón Bellerose.

Ahora era una viuda despojada de vida, deseaba con todas sus fuerzas volver a lo que había tenido con su primer amor, un chico que odiaba todo lo superfluo y sonreía sin parar. Él la hubiera tranquilizado, hubiera sostenido a ese bebé y con una sonrisa hubiera besado su fantasmal rostro como si fuera el más bello. 

Pero no fue así. Él no estaba, ella tampoco, puesto que no quedaba nada de ella.

Ese bebé tenía el rostro del desastre de la muerte que se había llevado a todos los que había querido, era un reflejo de su desdicha, ese rostro le recordaba a lo peor de su pasado. No podía quererle, no podía mirarle.

Sophie se asomó a la ventana y dejó la lluvia entrar. 

Ese lugar se estaba convirtiendo en un sepulcro gigante, en un palacio encantado donde solo crece el espino y los secretos; como en las antiguas leyendas donde los maleficios se calman con almas puras y promesas de amor verdadero. A ella no le quedaba amor que dar, estaba vacía. Era la estatua en la cripta.

Lo siento Erik... No puedo ser tu madre —musitó Sophie con los ojos como platos atravesando la nada de esa ventana —. Estaré contigo pero no me queda amor que dar. No me queda nada.

Ese fue el primer día de vida de Erik Bellerose. El nuevo barón Bellerose.

𝙽𝚘𝚝𝚊 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚊𝚞𝚝𝚘𝚛𝚊

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𝙽𝚘𝚝𝚊 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚊𝚞𝚝𝚘𝚛𝚊

Espero que os guste esta historia, me encantaría saber vuestra opinión o si le dais estrellitas me haría muy feliz saber que hay personitas leyendo la historia :D

¡Un abrazo grande!

Gorial


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