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   Annabeth pulsó el símbolo y las puertas se abrieron con un chirrido

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   Annabeth pulsó el símbolo y las puertas se abrieron con un chirrido.

—De poco nos ha servido la arquitectura antigua —dijo Percy.

Mi amiga lo miró ceñuda y entramos los cuatro.

Lo primero que me impresionó fue la luz del día: un sol deslumbrante que entraba
por unos gigantescos ventanales. No era precisamente lo que uno se espera en el
corazón de una mazmorra. El taller venía a ser como el estudio de un artista, con
techos de nueve metros de alto, lámparas industriales, suelos de piedra pulida y
bancos de trabajo junto a los ventanales. Una escalera de caracol conducía a un
altillo. Media docena de caballetes mostraban esquemas de edificios y máquinas que
se parecían a los esbozos de Leonardo da Vinci. Había varios ordenadores portátiles
por las mesas. En un estante se alineaba una hilera de jarras de un aceite verde: fuego
griego. También se veían inventos: extrañas máquinas de metal que no tenían el
menor sentido para mí. Una de ellas era una silla de bronce con un montón de cables eléctricos, como un instrumento de tortura. En otro rincón se alzaba un huevo
metálico gigante que tendría el tamaño de un hombre. Había un reloj de péndulo que
parecía completamente de cristal, de manera que se veían los engranajes girando en
su interior. Y en una de las paredes habían colgado numerosas alas de bronce y de
plata.

—¡Dioses del cielo! —musitó Annabeth. Corrió hacia el primer caballete y examinó el esquema—. Es un genio. ¡Mira las curvas de este edificio!

—Y un artista —dijo Rachel, maravillada—. ¡Esas alas son increíbles!

Las alas parecían más avanzadas que las que había visto en sueños. Las plumas estaban entrelazadas más estrechamente. En lugar de estar pegadas con cera, tenían tiras autoadhesivas que seguían los bordes.
Mantuve bien sujeta mi espada. Al parecer, Dédalo no estaba allí, pero daba la impresión de que el taller había sido utilizado hasta hacía un momento. Los portátiles seguían encendidos, con sus respectivos salvapantallas. En un banco había una magdalena de arándanos mordida y una taza de café.

Me acerqué al ventanal. La vista era increíble. Identifiqué a lo lejos las Montañas
Rocosas. Estábamos en lo alto de una cordillera, al menos a mil quinientos metros, y a nuestros pies se extendía un valle con una variopinta colección de colinas, rocas y
formaciones de piedra rojiza. Parecía como si un niño hubiera construido una ciudad
de juguete con bloques del tamaño de rascacielos y luego la hubiera destrozado a
patadas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Percu.

—En Colorado Springs —respondió una voz a nuestra espalda—. El Jardín de los
Dioses.

De pie en lo alto de la escalera de caracol, con el arma desenvainada, vimos a
nuestro desaparecido instructor de combate a espada. Quintus.

 Quintus

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³CENTURIES (PJO&HP)Where stories live. Discover now