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Saltar por una ventana a mil quinientos metros del suelo no suele ser mi diversión favorita

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Saltar por una ventana a mil quinientos metros del suelo no suele ser mi diversión
favorita. Sobre todo si llevo encima unas alas de bronce y tengo que agitar los brazos
como un pato.

Caía en picado hacia el valle: directo hacia las rocas rojizas del fondo. Ya estaba convencido de que iba a convertirme en una mancha de grasa en el Jardín de los Dioses cuando oí que Annabeth me gritaba desde arriba:

—¡Extiende los brazos! ¡Mantenlos extendidos!

Por suerte, la pequeña parte de mi cerebro de la que aún no se había apoderado el
pánico captó sus instrucciones y mis brazos obedecieron. En cuanto los extendí, las
alas se pusieron rígidas, atraparon el viento y frenaron mi caída. Empecé a descender
planeando, pero ya con un ángulo sensato, como un halcón cuando se lanza sobre su
presa.

Aleteé una vez con los brazos, para probar, y tracé un arco en el aire con el viento
soplándome en los oídos.

—¡Yuju! —grité. Era una sensación increíble.

En cuanto le pillé el tranquillo, sentí como si las alas formaran parte de mi cuerpo. Podía remontarme en el cielo o bajar en picado cuando lo deseaba.

Levanté la vista y vi a mis amigos —Rachel, Annabeth, Percy y Nico— describiendo
círculos y destellando al sol con sus alas metálicas. Más allá, se divisaba la humareda
que salía por los ventanales del taller de Dédalo.

—¡Aterricemos! —gritó Annabeth—. Estas alas no durarán eternamente.

—¿Cuánto tiempo calculas? —preguntó Rachel.

—¡Prefiero no averiguarlo!

Nos lanzamos en picado hacia el Jardín de los Dioses. Tracé un círculo completo
alrededor de una de las agujas de piedra y les di un susto de muerte a un par de
escaladores. Luego planeamos los cuatro sobre el valle, sobrevolamos una carretera y
fuimos a parar a la terraza del centro de visitantes. Era media tarde y aquello estaba
repleto de gente, pero nos quitamos las alas a toda prisa. Al examinarlas de cerca, vi
que Annabeth tenía razón. Los sellos autoadhesivos que las sujetaban a la espalda
estaban a punto de despegarse y algunas plumas de bronce ya empezaban a
desprenderse. Era una lástima, pero no podíamos arreglarlas ni mucho menos dejarlas allí para que las encontraran los mortales, así que las metimos a presión en un cubo de basura que había frente a la cafetería.

Percy usó unos prismáticos turísticos para observar la montaña donde estaba el taller de Dédalo y descubrí que se había desvanecido. No se veía ni rastro del humo ni de los ventanales rotos. Sólo una ladera árida y desnuda.

—El taller se ha desplazado —dedujo Annabeth—. Vete a saber adonde.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. ¿Cómo regresamos al laberinto?

Annabeth escrutó a los lejos la cumbre de Pikes Peak.

—Quizá no podamos. Si Dédalo muriera... Él ha dicho que su fuerza vital estaba ligada al laberinto. O sea, que tal vez haya quedado totalmente destruido. Quizá eso
detenga la invasión de Luke.

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⏰ Last updated: Apr 28 ⏰

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³CENTURIES (PJO&HP)Where stories live. Discover now