38 (Spring)

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En el bosque de su soledad, ella caminaba, con la libertad de alas carbonizadas en su pecho. Sus ojos, miel densa y aterradora, reflejaban el tormento de un color que nunca fue derecho. Él, presencia esquiva como agua entre sus dedos, se desvanecía y permanecía, cruel señuelo. Sus labios pálidos, su piel de aroma frío, un depredador disfrazado de anhelo, el jugador perfecto sin filo pero de arma blanca. Ella, el verdadero monstruo, se lamentaba, por entregarse a la bestia de sus pesares, por no distinguir una razón de lo no extinto. No era amor, sino odio lo que en su corazón habitaba, no era compasión o búsqueda lo que ella encontraba, era lamentos sin rumbo, descuentos de gritos atormentando. Rencor hacia el que no conocía compasiones ni pesares. No sentía amor, sin odio, solo un deseo mínimo, una voluntad fría de extinguir su existencia, una insaciable cordura de ver lo malo. Un amor sucio, vándalo, reflejo de un abismo, la perforación sin herida donde el corazón, se rompe en su propia resistencia. Y así, en el bosque de su soledad entendía, que el verdadero monstruo, su propia ilusión, encapsulaba y se alimentaba del rojizo pecado. La que no se enamoró, sino que se despedía de un cruel que nunca, fue más que confusión. No le dolía, nunca dolió. No llegó a ser lo que esperaba y eso le era satisfacción, sin duda, cada tormento juntos dividían aquella frase: el procedimiento de cuándo, dar un beso.

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