Quinta visita.

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Tan apagado. Sin vida. Como si no estuviese allí, con él.

Así estaba Dipper. Perdido en su propio mundo sin prestar atención al hombre que estaba enfrente de él, quien tenía el ceño fruncido y se empezaba a desesperar. ¿Por qué no le hablaba? Tenía, no, ¡debía hablarle! ¿Para que si no estaba allí?

Perdiendo la paciencia dio un golpe en la mesa de tal magnitud que izo que Dipper saltara de su a asiento, aunque casi al instante se arrepintió de aquello ya que el castaño puso una mueca y empezó a llorar, como si fuese un niño pequeño al que acababan de pegar.

Pero tampoco se sentía culpable. Se sentía extraño. Extrañamente bien. Entonces comprendió que si algo amaba  más que la sonrisa de Dipper era verle llorar. Tan frágil y vulnerable que en un soplido podría romperse en mil pedazos. Totalmente expuesto a él. Sí, Bill amaba tener las cosas bajo sus pies para en cualquier momento poder cogerlas, moldearla o romperlas.

Sin embargo, frente al pobre y triste chico fingió pena y preocupación al ver que no paraba. Había estallado, probablemente se había estado guardando todo aquello durante semanas hasta que al fin no había podido aguantar más y frente a él lo había dejado salir todo, sin más.

Y la mente retorcida de Bill volvía a maquinar fantasías. Algunas dulces, otras de lo más retorcidas. No había punto neutro y todas y cada una de ellas iban dedicadas al frágil y confiado chico de ojos oscuros y llorosos. Antes de darse cuenta, ya tenía una dirección entre las pierna y lamentablemente no podía hacer nada. La última vez que intentó hacerle algo al chico se levó una buena descarga eléctrica.

—Perdón —sonó lo que parecía un quejido. Bill levantó la vista de su entrepierna para mirar a Dipper, sorprendido. ¿Por que demonios se disculpaba?— Tengo que salir un momento —murmuró.

Se recostó en la silla, enfurruñado, mientras veía le veía salir de la habitación, aún llorando. Casi al instante pudo oír las preguntas de los médicos: "Dipper, ¿estás bien?" o "¿Te ha echo algo?". Ni que pudiese mover sus brazos con aquellas mangas constantemente atadas a su espalda de todas formas. Chasqueó la lengua y se puso a mirar su alrededor, cada vez más nervioso.

La puerta se vivió a abrir, y miró inmediatamente en aquella dirección, pero en vez de aparecer su querido Pino, apareció uno de aquellos psiquiatras que tanto aborrecía. Rodó los ojos y se enfurruñó aún más. Él quería a Dipper. Sólo a Dipper. A Dipper, a Dipper y a Dipper.

—¿Y Dipper? —preguntó Bill, molesto, mientras lo volvían a llevar a su celda.

—Se ha ido Cipher. Está mal, creo que era un poco obvio, ¿no crees?

En aquellos instantes, Bill sentía unas ganas tremendas de darle un puñetazo en la nariz -o matarlo, no lo tenía claro- a aquel hombre, pero se resignó a entrar en su habitación y sentarse. Porque él volvería, ¿no?

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