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Cargaba una de las últimas cajas al camión de la mudanza, con una expresión distante. No podía evitar pensar en Bill y, para su sorpresa, no sentía culpa o remordimiento alguno por "abandonarle", no. Sentía que se había quitado una gran peso de encima y que por fin podía respirar tranquilo, sin cargar con aquella extraña responsabilidad.

Suspiró y volvió su mirada hacia la que ahora era su antigua casa. No tenía muy buenos de aquella ciudad, pero de aquella casa sí. En ella había crecido y había pasado buenos momentos con su familia, sobre todo con Mabel. Aquel edificio era como un gran álbum de recuerdos para él.

—¡Vamos, Dipper! —oyó la voz de su hermana, llamándole desde el coche donde también sus padres esperaban.

—Voy —dijo seco, cerrando la compuerta del camión para a continuación subir al coche.

Ya con el cinturón puesto, el vehículo arrancó y empezó moverse entre aquellos monótonos barrios. Echó su cabeza hacia atrás y no pudo evitar quedarse dormido.

Mientras, en una de las tantas celdas del psiquiátrico la ciudad que abandonaba Dipper, un hombre rubio miraba la pared, tranquilo. O, más bien, lo aparentaba. Su mente ya había empezado a maquinar planes para poder escapar de aquel lugar. No sería muy difícil hacerlo. En aquel lugar eran todos un puñado de incompetentes.

Ya no le servía de nada estar allí si no veía a Dipper.

Por ello, se pasó todo lo que quedaba de día pensando y planeando y, cuando la luna ya había ascendido, ya tenía más de una manera de salir de allí. Unas más arriesgadas, otras menos, pero las tenía y aquellos planes que algunos pensarían que eran totalmente descabellados, fueron los que causaron que, hora y media después, él estuviese corriendo, descalzo, por las calles con la alarma del edificio y sus risas como lo único que rompía el silencio.

Pero vaya si le costó perder a los oficiales. Éstos se habían desplazado a su posición en menos de diez minutos al recibir la llamada de emergencia que informaba de su escape. Habían estado a punto de cogerle un par de veces, pero los callejones cortos y estrechos eran de gran ayuda en esos momentos y eso era algo que en aquel sitio sobraba.

Caminó, soltando risitas, buscando una casa en concreto. No le molestaban los vidrios que se había clavado en los pies por el camino, tampoco el frío. Su mente estaba tan centrada en la tarea que se había autoencomendado que nada era ya una molestia por lo que, en unos minutos, ya estaba fundiendo el timbre de la casa con el codo. Sus manos aún seguían aprisionadas por la camisa de fuerza.

Sólo paró cuando unas maldiciones y pasos se escucharon al otro lado de la puerta. La puerta se abrió lo suficiente como para ver a una chica de cabellos rosas y ojos negros que tardó un poco en reconocerlo.

—¡Bill! —exclamó. En su voz se podía apreciar una mezcla entre la sorpresa y la alegría— ¿Cómo has salido de ese vertedero? —rió, abriendo la puerta por completa para dejarle pasar.

—Yo también me alegro de verte, Palmer —la chica le dio un amistoso golpe en la cabeza y cerró la puerta tras ellos.

—¡Sabes que no me gusta que me llamen así! —le recriminó, de brazos cruzados.

—Como sea, Pyronica —dijo, poniéndole un tono de burla al sobre nombre de la pelirosa.

—¿Y el chico? ¿Ya te has cansado de él? —cuestionó mientras avanzaba por el pasillo—. ¿Eso que llevas en los pies es vidrio?

—Sí, es vidrio —caminó detrás de Pyronica, quien negaba con la cabeza y reía—. Y sobre lo otro, no. No me he cansado de él. Necesito tu ayuda.

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