Vladimir

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                                  13/1/1999

Ese sábado estaba cansado, la sensación térmica había alcanzado los 36° grados. Mis colegas de la oficina me habían insistido para salir de parranda en la noche.

Ninguno mencionó donde iríamos, me pasaron a buscar en el Peugeot 504 rojo de Leopoldo. Lloviznaba y había una humedad incómoda. Los relámpagos habían iluminado el cielo con estrépito.

Al llegar los tres mencionaron que era un lugar barato donde te servían los tragos en unos hermosos vasos de cristal color ambar antiguos, que había un espectáculo en vivo y también solían ir muchas muchachas extranjeras a bailar y eso le daba una pizca de excentricidad al lugar.

Cuando entré a ese antro me asombré bastante, pude confirmar que el arte no solo estaba en los cuadros y en las esculturas que uno puede apreciar en las galerías, si no también en los lugares más bizarros y decadentes de la ciudad podría estar.

Los cócteles que probamos apenas entramos también eran unas auténticas obras de arte.

Este lugar se llamaba: Anagrama y ofrecía dos espectáculos llamados: Balada de oboe y Tango visceral. En las paredes habían unos afiches tipo vintage con las imágenes de los shows.

Pasaron las horas y repentinamente la música se apagó.  Mis colegas del trabajo, Leopoldo, Epifanio y Elmer me habían explicado que había que guardar silencio pues estaría por empezar el primer show de la noche.

Recuerdo cuando todo se oscureció y una luz blanca apuntó a una hermosa dama en el escenario, pareció una presentación única, algo que no había visto siquiera en Londres, París o Shanghai.

Desde que ví ese show por primera vez me quedé sin palabra, como si hubiese estado en un transe. Todo gracias al delicioso sonido del oboe que era ejecutado por una bella dama en el pequeño escenario del local. Fue fantástico para mí, muy increíble.

Estaba encandilado viendo a esa dama de cabellos negros que vestía un traje pantalón color azul Francia metalizado.

Después de ese evento, subieron al escenario un dúo de cantantes que tenían rasgos orientales.

—¿Te gustó como Eclipsa tocó el oboe? —dijo Leopoldo detrás de mí.

Elmer lo miró a Leopoldo, que tosía compulsivamente entre una nube de humo y polvo, y dijo:

—¿Cómo sabes que se llama Eclipsa?

—No te lo diré, mal nacido —le gritó Leopoldo.

—Lo siento amigo. Nuestro amigo Leopoldo la agarró a chica que toca el oboe y se la chapó frente a la puerta de los toilettes. ¡Jua! —chilló Elmer.

Yo estudié la cara de Leopoldo para saber si estaba diciendo la verdad.

—¡No jodas! —dijo Epifanio—. Mirá si esa doncella de ojos color miel te va a dar bola a vos. ¡Estás flasheando! 

—Cállense de una vez —chillé—. ¿De dónde
son estos dos cantantes?

—¿Quién? —preguntó Leopoldo.

—Estos asiáticos que cantan tango —dije señalando al escenario.

—Son dos hermanos filipinos —respondió al fin.

—Parece que a los extranjeros aman nuestra cultura, ¿no les parece raro?  —pregunté.

—No me dijiste si te gustó Eclipsa —dijo Leopoldo.

BALADA DE OBOE  (𝙽𝚘𝚟𝚎𝚕𝚊 𝚝𝚛𝚊𝚜𝚑) Where stories live. Discover now