Un lindo momento

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Cuando llegué a casa, me fui directa a la ducha. Abrí el grifo, y mientras esperaba a que el agua se calentase, me desvestí. Ah, con la sangre seca daba asco. Menos mal que llevaba un gorro en la mochila, la chaqueta era negra y pude alzarme el cuello. Y pude disimular.

Al entrar en la ducha, todo el suelo se volvió rojo. El agua caliente me hacía daño en la coronilla, pero ya tenía la postilla hecha, ya no me haría tanto daño. Aproveché y me duché, me puse un pantalón y una camiseta vieja, y me tiré en el sofá. Cato se acercó lentamente, hasta que saltó encima de mí y se acurrucó en mi abdomen. Agradecía el calor que la bola de pelo me ofrecía; de vez en cuando los gatos hacen algo bueno por la humanidad.

En la calle empezó a nevar. Me sentía cansada, y con el ronroneo de Cato, me quedé dormida.

Desperté un par de horas después, todavía nevaba. Tenía hambre, pero no quería cocinar, así que calenté la sopa que sobró de anoche, y con eso tuve suficiente.

Me asomé al balcón. Me gustaba ver a la gente ir y venir, siempre con prisas. A los abuelitos con sus nietos. A la gente paseando al perro. Ah, quiero un husky. Que sea blanco, y con los ojos rojos. Como el de Jon Nieve. Vale, soy una friki de esa serie. Pero es que Jon... Ay, a fangirlear un rato. Vale, ya está. Volvamos al mundo real, ese que tanto odiaba Platón. Creo que él y yo nos llevaríamos bien... a ratos. Porque a veces es un verdadero capullo. ¿Qué se fumaba ese tío?

Estaba aburrida. Y odio los días así. Así que hice un trato con el universo, y me traía distracciones cada vez que no podía con mi alma. ¿Qué pasó esta vez? Me tocó ser niñera, a cuidar de mi primo Aden. Un diablillo de 7 años con quien me llevaba estupendamente. El mejor.

A las seis y media, mi tío Titus llamó al timbre. Traía la típica mochila que llevan los padres, cuando sus hijos pasan la noche en una casa ajena. Como si no tuviera yo ropa suficiente para este renacuajo.

-Ya sabes, a las 10 a la cama; nada de chucherías, y que se lave los dientes –decía mi tío cual robot-. Si tienes algún...

-Que sí, tío, que sí –resoplé, Aden ya había entrado y se había hecho dueño del sofá... bueno, lo que Cato le dejó-. Aden ha pasado muchas noches aquí, ¿cómo no voy a saber cómo cuidarlo? Anda... vete ya.

-Vale –asintió-. Buenas noches.

Cerré la puerta, y me senté en el suelo, justo enfrente de mi primo. Jugaba con Cato en el regazo, el animal no parecía muy contento de verle. Normal, la última vez le pisó la cola, y le obligó a bañarse con él. Nunca me había divertido tanto en la ducha en mi vida.

-Adem, ¿qué quieres para cenar? –pregunté, después de jugar un rato con él, y después de la ducha. Cato se había escondido bajo el sofá aprovechando que el niño rubio y peligrosamente cariñoso no estaba.

-Mmmm... ¡macarrones! –respondió, después de meditarlo un rato. Sabía que me pediría eso; siempre lo hacía-... ¿Te puedo ayudar? Es que si no me aburro... y cuando tengo hambre... -hizo un puchero que no pude evitar decirle que no. Hice un movimiento de cabeza, y nos fuimos a la cocina.

Herví la pasta y le mantuve a él pendiente, removiéndola cuando fuese necesario. Aproveché y calenté la sartén, con un poco de cebolla y chorizo. Llamé a mi primo; para que sostuviera el colador, mientras yo echaba la pasta y dejaba el agua correr. Abrí el grifo de agua fría, removiendo la pasta, y poco después la eché a la sartén. Ahora, a esperar.

Hace tiempo que cayó la noche en Nueva York. Aden estaba luchando contra esos bichitos rojos a los que asesinaba uno a uno y luego se los comía. Tenía la boca roja, pero a él le daba igual. Y a mí también. Hasta que el plato no estuviese vacío no se podía hacer nada.

Sweet dreamsWhere stories live. Discover now