Besos de amor helado

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Los fines de semana solía trabajar en una pista de patinaje sobre hielo. Era una nave de dimensiones olímpicas, abarcaba una pista del tamaño de un campo de fútbol, casi. Así era gran parte del año, en invierno la pista se sacaba a la calle, cerca del concurrido Prospect Park.

Desde pequeña siempre había mostrado habilidad para el patinaje, así que cuando se me presentó este trabajo, me sentí bastante afortunada. Aunque ya no veía el patinaje como cuando pequeña, ya que no podía disfrutar de ello todo lo que quería, para mí era suficiente.

La mayor parte del tiempo me lo pasaba dando vueltas por la pista, ya fuera de monitora (hay gente que no nació para esto, ni aunque pongan todo el empeño del mundo), o simplemente dando vueltas por ahí, y ayudando a quien lo necesitase. Y otras veces estaba fuera, vigilando, controlando el tiempo o repartiendo patines.

A veces llevaba a Aden conmigo, y le enseñaba a moverse sobre el hielo sin caerse. Era un poco patoso, pero ya sabía moverse para cualquier lado sin suponer ningún peligro para él, ni para la gente que le rodeara.

Sin embargo, aquel sábado de primeros de febrero, él no estaba. Había sido un niño travieso en el colegio, y su padre lo había castigado sin salir. Pobre. Pobre él y pobre yo, que ahora me tocaría trabajar aburriéndome sin sus comentarios ingeniosos de niño travieso.

Llevaba varias horas repartiendo patines, entonces Anya me cambió el turno. Pasarse horas sobre las cuchillas de metal te mataba los pies, aunque descansaras. Así que él se fue al lado calentito de la pista, y yo me enfundé la chaqueta y los guantes, y salí a dar vueltas libres por ahí.

Estaba bastante lleno, pero una se podía mover bien. Ayudé a un niño pequeño, de apenas cinco o seis añitos, a dar sus primeras vueltas sobre el hielo. En cuanto cogió el equilibrio y el truco para no caerse, lo dejé libre. Sus padres patinaban también, pero lo dejaron a mi cargo. No tengo tanta cara de delincuente, o debe de ser que no aparento ser una ladrona de niños.

La mayoría de los fines de semana eran familias con sus hijos pequeños, que no tenían tiempo entre semana, y aprovechaban el resto para pasar días en familia. A veces los envidiaba, yo no había tenido un día así en mi vida con mis padres. Aprendí a valerme por mí misma desde bastante pequeña, el tener padres que se dedicaban al negocio negro ayudó mucho en eso.

Volví a ensimismarme tanto, que iba patinando sin darme cuenta de hacia dónde me llevaban mis pies. Pero entonces vi el destello de una cabellera rubia, y rogué para que sólo fuese una alucinación, un producto de mi imaginación, incluso una mala pesadilla, y me encontrase aún en mi cama, a punto de levantarme.

Pero no. Alguien me llamaba, Anya, para que ayudase a una chica a patinar. Cerré los ojos unos segundos, rogando al cielo para que no fuese ella. Pero el de ahí arriba debe de estar muy ocupado, cuando jamás atendió a ninguna de mis peticiones. O debe de odiarme, porque mi suerte no puede ser tan mala.

Allí estaba ella, con su cabello rubio suelto y liso, unas orejeras que descansaban en su cuello y un precioso abrigo que le llegaba poco más debajo de la cintura, donde se entallaba, unos pantalones de mezclilla color rojo tostado y unas botas altas, con un poco de tacón. Me sentía minúscula en su presencia. Me agarré a la baranda que rodeaba a toda la pista, para no caerme, y aguanté.

Ella se dio la vuelta, el chico guapo del otro día la acompañaba, y le sostenía las botas blancas con cuchillas. Sus ojos azules chocaron con los míos, y su expresión pasó de una ilusión infantil a un odio inexplicable. ¿Tanto daño le había hecho el que le dijera que no quería entrar con ella en la facultad? Sabía que las palabras siguen conservando su poder mucho después de dichas, pero ¿tanto? Lo hice por ella, para que no cuchichearan a sus espaldas, para que no la alejasen. Por mi culpa. A veces, es mejor dejar las cosas tal como estaban, y no hacer nada. Que sólo empeoran las cosas. Y eso me había pasado.

Sweet dreamsWhere stories live. Discover now