Delirios y roces

3.5K 315 9
                                    

Esa noche apenas dormí. Tenía resaca, y además cada vez que cerraba los ojos tenía pesadillas. Lincoln caía por una especie de precipicio, y en su caída se iba desintegrando poco a poco. Él gritaba, me suplicaba que le ayudase... pero no podía hacer nada, sólo mirar cómo sufría, cómo su cuerpo era consumido por la nada y moría irremediablemente.

Siempre me despertaba empapada en sudor. Cuando el sol apareció en el cielo de Nueva York, el cuerpo me dolía a reventar. Pero no era el típico de la resaca, era algo peor. Rebusqué entre los cajones por un termómetro, me lo puse y éste marcaba casi 40º. Genial, ardía de fiebre. Y la casa estaba hecha un asco. Al menos me libraba de ir a clase.

Ordené como pude el salón, y me tumbé en el sofá. Cato se acercó a mí y se acomodó sobre mi pecho, ronroneando feliz de tenerme todo el día en casa. Lo acaricié durante un rato, hasta que no pude soportar más el sueño y me dejé llevar al reino de Morfeo.

Me despertó el sonido del timbre. Alguien llamaba con impaciencia, y además golpeaba la puerta reiteradamente. Con pesadez y parsimonia me levanté, sabía que tenía un aspecto horrible en ese momento, pero no me importó. Abrí, y me encontré con la persona que menos me esperaba en ese momento.

-¿Clarke? ¿Qué haces aquí? –inquirí, con la poca voz que el haberme recién despertado me dejaba.

-Pues... venir a visitarte. Hoy no viniste a clase, y tu mejor amigo parecía triste. Así que me decidí venir aquí –respondió, echando un vistazo al interior de la casa-. ¿Juerga?

-No me lo recuerdes –susurré. La dejé pasar, ella seguía inspeccionando el cuchitril que tenía por hogar-. Todo se torció en mitad de la noche.

-Al menos sigues viva, eso es lo que cuenta –acercó su mano a mi mejilla, y la apartó al instante, con un gesto de horror-. ¡Estás ardiendo! ¡Vete ahora mismo a la cama!

No le rechisté. No tenía fuerzas para ello. Así que me metí entre las sábanas, y luego ella entró en mi habitación con un barreño con agua fría y varios paños blancos. Metió uno de ellos en el barreño, escurrió el agua sobrante y lo colocó sobre mi frente.

En momentos como éste no sabía qué pensar. Veía en ella un cariño que no sentía por nadie más, ni tan siquiera con Finn. No los había visto mucho juntos, no lo soportaba. En esos momentos mi corazón se volvía demasiado frágil como para soportar tal traición. En estos escasos momentos, su rostro se dulcificaba y sus ojos adoptaban un perfecto tono azulado. Una pequeña, dulce y graciosa mueca modulaba sus sonrosados labios, y dejaba atrás su soberbia y altanería para volverse humana y real. Cercana. Dejaba de ser una presencia etérea para dejar ver un sentimiento de cariño y protección.

-Ahora no te muevas de aquí, ¿vale? –asentí, cerrando los ojos en un delirio a causa de la fiebre-. Uhmm, no me fío de ti. A lo mejor sería mejor poner a Cato de guardián.

-Cato es un flojo –susurré, presa del sueño.

-A lo mejor a tu vecina de enfrente –bromeó ella, acercándose para darme un beso en la mejilla. Sonreí-. No, es demasiado...

-¿Celosa?

-Cállate –siseó ella, con un tono gracioso en su voz.

Estuve en duermevela durante casi todo el día. Podía sentir el ir y venir de Clarke por mi casa, cómo removía cosas y me preparaba algo caliente para que probase bocado. Cada media hora entraba en el cuarto, me cambiaba el paño de la frente y comprobaba mi temperatura.

Creía que dormía, y entonces me daba suaves besos por el rostro. En la frente, en las mejillas, en la nariz, en el cuello... a veces me sobresaltaba, y ella se alejaba de forma inesperada. Pero estaba tan cansada, tan rendida, que me era imposible abrir los ojos. Ella creía que eran pesadillas; sabía de su existencia, y que a veces me removía en mi sueño. Y entonces alargaba su mano y me removía el cabello, susurrándome palabras tranquilizadoras en el oído, me cogía de la mano y no la soltaba hasta que los espasmos desaparecían. Lo que ella no sabía que ella era la causa de todo mi mal, pero también era la cura que necesitaba.

A la noche ya me sentía mucho mejor. Aún tenía fiebre, pero los delirios y la sensación de cansancio habían desaparecido. Había pasado de la cama al salón, mi estómago resistió un plato de sopa caliente y Clarke me arropó con una gruesa manta. Tenía un gesto de decisión en su rostro, algo que nunca le había visto antes.

Entonces, alguien llamó a la puerta. ¿Quién sería esta vez? Sólo un puñado de personas sabía dónde se ubicaba mi casa, no había muchas posibilidades. Quise levantarme para abrir, pero Clarke me obligó a quedarme quieta. Abrió, y la voz que oí, no entraba precisamente en el apartado de personas que conocían la existencia de este lugar.

-Así que aquí es donde te escondes, ¿no, maldita cría? –reconocí la voz de Finn, sólo que esta vez era mucho más grave y pastosa, como si le costase hablar.

Oí el traqueteo de la puerta; Clarke intentaba cerrarla, pero el moreno había puesto firmemente un pie, lo que impedía que el chico guapo se largase. Soltaba obscenidades a diestro y siniestro, cada vez más enfadado. Estaba rojo, casi como las brasas de una chimenea, y la vena de su cuello amenazaba con reventar.

-¡Finn, vete de aquí! –susurró gritando una agitada Clarke, casi dándose por vencida en su particular lucha con el rubio.

-¡Delante de mí, tira! –chilló él, con su voz ronca. Cogió a Clarke de la muñeca, y ella dejó de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. Finn pudo entrar libremente y empezó a tirar de ella, poco a poco se la iba llevando con él-. ¿Por qué no me coges el puto teléfono, eh? ¿Por qué me evades? ¡Dónde mierda te metes, maldita niñata! –un poco más calmado, tras inspirar fuerte un par de veces-. ¿Es que ya no me quieres? ¡Contesta!

Ya no lo pude soportar más. Me había quedado quieta demasiado tiempo. Y no era sólo porque se tratase de ella, ninguna mujer se merecía un trato inhumano y denigrante como ése. Me levanté rápidamente, mareándome un poco; cerré los ojos unos segundos, con paso decidido me acerqué a Clarke y Finn y a él le pasé el brazo por el cuello, y tiré de él hacia atrás.

-O la sueltas, o te mato aquí mismo –le amenacé. No es que estuviera en mis mejores condiciones, además, él era mucho más doble y fuerte que yo; podría darse la vuelta y golpearme si quisiera-. Y créeme, no tengo reparos en hacerlo. No si ella está implicada.

Finn decidió centrar su atención en mí, así que soltó los brazos de Clarke y ahora se debatía contra su minúscula captora.

-¡Vete, vuelve dentro! –le grité a la rubia.

Finn me cogió de los brazos y me echó al suelo. Al sentir el impacto directo en mi espalda, grité de dolor. Los ojos se me aguaron, pero no lloré. Había levantado su puño diestro, lo tenía fuertemente cerrado, pero no se atrevía a descargar su furia contra mí. Su pecho subía y bajaba violentamente, cada vez más indeciso.

-¿Qué estoy haciendo? –susurró, más para sí que para mí-. ¿Qué estoy haciendo?

En sus ojos claros vi que la chispa de odio se había apagado, ya no mostraba ese enfado sin razón que lo había traído hasta aquí. Aflojó el agarre que tenía sobre mi cuello, se pasó repetidamente las manos por el pelo despeinándose aún más y por la cara, donde se arañó levemente las sienes y las mejillas. Varios surcos rojos empezaron a aparecer allá donde sus uñas habían sido clavadas. Se levantó y se echó al suelo, justo en la pared de enfrente. Me levanté, y me miró.

-Tú la quieres –susurró, muy serio, y con la voz mucho más clara-, por eso vino aquí –no sabía si creerle o no, todo podría ser una artimaña para lastimarme a mí también.

-No te inventes historias, para eso ya están los escritores –le respondí, incapaz de mirarle directamente a la cara, y en un susurro. Clarke podría estar parada justo en la puerta, y ese tipo de madera no regalaba mucha intimidad necesariamente.

-Yo no invento nada –prosiguió el moreno, aún sentado en el suelo-. La miras como yo la miraba a ella, hace ya tanto tiempo. Y ella... -agachó la cabeza, su mano derecha se paseaba por su cabello negro. Luego me miró-. Ella no lo sé. Es demasiado complicada. Y yo soy demasiado simple para ella.

Parecía un rendido. Escarmentado y con dolor, presa de la soledad y sin autocompadecerse. Simplemente se había rendido.

No aceptó mi mano cuando se la ofrecí para levantarse. Simplemente me ignoró y se levantó, apoyándose en el suelo y en la pared. Me miró por última vez, y me susurró algo en el oído:

"Cuida de ella como yo no he sabido hacerlo"

**** 


Sweet dreamsWhere stories live. Discover now