Un alma fría

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Aquel día de enero debió de ser un espejismo. Porque desde que ambas entramos por la puerta de la clase, seguimos con el mismo ritual de siempre. Ella en su rincón, rodeada de chicos y chicas con las que charlaba animadamente, ignorándome dolorosamente, haciéndome sentir como basura cada vez que sus ojos azules chocaban irremediablemente con los míos. Y cada vez que eso sucedía, me sentía morir por dentro.

Porque ya no había sólo ese doloroso odio e indiferencia, sino que además había rencor, como la rotura de una promesa. Vale que yo había propiciado todo esto, pero no me atrevía a acercarme a ella. Ella era aristócrata, y yo una hija de delincuentes. Ella era una Gran Duquesa, hija del zar; y yo una maldita bolchevique que debía de poner fin a su vida, a riesgo de morir en el intento. Sufriría de todas maneras.

Lincoln me notó aún más melancólica que de costumbre. No es que participase mucho en clase, ni tampoco era la más juerguista, pero últimamente era una sombra de mí misma. Llegaba a clase, me sentaba en mi pupitre, y simplemente me perdía en mi mundo, haciendo garabatos o mirando al frente, sin tomar una mísera nota. Más de un profesor había visto mi actitud, me regañaban a veces y me expulsaban. Y yo me iba a la cafetería, donde removía el vaso de leche hasta que casi se volvía helada, y entonces me la bebía, enfriándome más, si cabe, por dentro.

Cuando te sientes así de decaído, lo mejor es dormir. Pero eso no ayudaba mucho en mi caso. Porque en los sueños, ese mundo donde el subconsciente te ataca de todas las formas imaginables, se había convertido en un infierno para mí. Casi todas las noches se me repetía la pesadilla de mi niñez; aquella en la que vi a mi padre muriéndose a causa de una sobredosis, con la jeringuilla aún cargada de heroína pinchada en el brazo, pálido como la nieve, las venas marcadas por todo lo largo del brazo, y el pulso tan bajo que apenas su corazón latía.

Vi como moría, con una sonrisa de satisfacción en su rostro, ido a causa de la droga. Me mantuve agazapada en mi habitación, en un rincón, intentando fundirme con la pared, sintiéndome más y más pequeñita a cada segundo que pasaba. Ese día me sentí morir, no supe cuándo se hizo de noche, hasta que alguien entró en la casa, presumiblemente mi madre, y vio a mi padre muerto, hacía unas horas ya, y luego corrió a buscarme a mí.

Jamás me dijo palabras de consuelo, ni me abrazó. Me cogió del brazo, me gritó, llevándome hasta el cadáver de mi padre, me volvió a gritar y me pegó. Me pegó con la correa del cinturón que vio colgada detrás de la puerta, en la espalda, en la cara, en las piernas. Mi ropa empezó a absorber sangre, y yo empezaba a marearme. Caí inconsciente al suelo, y ya no recuerdo nada más de esa noche.

Cuando me desperté aquella vez, estaba en un lugar calentito y blanco, con un olor raro y gente desconocida, vestida con batas y trajes blancos, a mi alrededor. Tenía vendas y apósitos por cada una de mis heridas, y algo entrando en una vena de mi brazo. Un calmante, porque mi cuerpo no me dolía, y era raro, porque después de palizas como aquella, todo mi cuerpo se resentía, no podía moverme. El único que sintió apego por mí fue mi tío Titus, pero él estaba demasiado lejos y demasiado ocupado como para poder ocuparse de una niña de seis o siete años.

Me pasé dos o tres años de casa en casa; mi comportamiento no era el más adecuado. Podéis llamarme masoquista, estúpida o lo que queráis, pero yo lo único que quería en aquella época era volver a casa. A mi casa, con mi madre y mi padre. Y como mi madre dio muestras de mejorar su comportamiento, de dejar de maltratarme y alejarse del mundo de la droga, le volvieron a dar mi custodia. Poco antes había conocido a un hombre, Cage. Igual o peor que ella, porque además tenía fuerza, y era inteligente. Y cuando hacía algo que a él no le gustaba, agarraba la correa y me golpeaba con ella hasta desmayarme de dolor, sólo que él sí que sabía donde dar, para que las marcas fueran dolorosas, mas no visibles.

Así fue hasta que cumplí los 16, y me fui de casa. Estuve unos meses viviendo con mi tío, pero en cuanto conseguí trabajo, me marché sola. El barrio de Bushwick no era el más seguro del mundo, pero para mí era suficiente. Mi casa era mucho peor.

Mi infancia y adolescencia se me repetía cada noche, a cada rato. Me despertaba cubierta en sudor, con el corazón latiendo contra las costillas y la piel ardiendo; a veces incluso creía que me habían arrancado la piel a tiras, y cualquier movimiento, por mínimo que fuera, me mataría de dolor.

Pero cuando encendía la luz, y veía mi piel intacta, me tumbaba y miraba el techo, que parecía que quería caerse sobre mí y matarme. A veces creo que eso sería lo justo. Si no existiera, no habría dolor. Era un error que yo siguiese con vida. Debí haber muerto aquel día de noviembre, cuando tenía 6 años, el mismo día que mi padre. Pero vino alguien, y me sacó de allí y me llevó a un hospital. Y me revivió.

Nunca supe quién fue.

Revivir una y otra vez esa pesadilla-realidad, es algo que no le desearía ni a mi peor enemigo. Porque saber, que aunque tu mente haya borrado los recuerdos, te volverían a atacar en cuanto bajaras la guardia. Es peor que un castigo físico, porque aunque te dejen marca, una vez pasado el dolor ya no lo sufres más. Pero el psicológico sigue ahí, atormentando al sujeto, hasta que un día diga basta, y muy posiblemente dé por terminada su vida. Porque sí, es la única manera de librarse del dolor.

Me desperté esa mañana siendo aún noche cerrada, apenas eran las cinco de la mañana. Pero sabía que no volvería a dormir, así que me fui a dar una vuelta por ahí. Me puse el ajado chaquetón sobre la ropa, un gorro con una bola en la coronilla y salí a la calle. La bocanada de aire frío me dio de lleno en la cara, enfriándola casi al instante, recordándome que estábamos en invierno, en Nueva York.

Me gustaba el frío. Porque una vez que te acostumbras a él, no puede hacerte daño. Cosa que el calor jamás hará. El barrio no estaba muy iluminado, se veían cosas extrañas allá por donde pasaras. Pero era mejor no meterse con ellos, conforme iba más al sur, peor era la situación. Suerte que vivía por la parte más al norte, bastante alejada de esta zona. Por aquí era muy fácil salir con los pies por delante.

Cuando el día empezó a clarear, decidí volver a casa. Compré el pan, e inicié la rutina de todos los días. Me duché, desayuné, me vestí y salí corriendo de casa para no perder el autobús. Allí estaba Lincoln, que me contaba sus batallitas de todos los días, y yo escuchaba pacientemente, a pesar de estar muy lejos de allí.

El mundo te romperá el corazón de todas las maneras imaginables, eso está garantizado, y aunque sepas que lo hará, jamás estarás preparado para ello. Porque fue insoportable el dolor que sentí cuando de un mercedes oscuro, vi salir a cierta chica rubia, inconfundible para todos los pares de ojos que miraban en su dirección, en la entrada de la escuela.

Él era un chico moreno de ojos oscuros, de buen parecer y bien vestido. Todas las chicas le miraban, embobadas, como hechizadas por su belleza, y susurraban palabras malsonantes para la chica que le acompañaba.

Todo eso a mí me daba igual. Él podría ser cualquiera. Su hermano, su primo, su amigo... Cualquiera. Pero como ya he dicho, el mundo te romperá el corazón de todas las maneras imaginables. Cuando él se agachó para despedirse, estaba de espaldas a mí, y ella me miraba fijamente. Fui testigo de un tórrido, húmedo y hambriento beso, casi rabioso, señalando una relación de pertenencia.

En mi vida he tenido muchas heridas, unas más graves y profundas que otras. Pero jamás, jamás, había sentido una herida como ésta. Eros... o Cupido, era un niño muy caprichoso; y cuando lanzaba sus malditas flechas de amor apasionado, jamás se paraba a pensar en las consecuencias de sus actos. Porque sentí que algo me atravesaba por dentro, me desgarraba el corazón, desangrándome dolorosamente y a ritmo lento, lo que me hacía sufrir más. Podía ver la sangre que bombeaba mi lastimado corazón chorreando por mi pecho, rodeándome, formando un charco escarlata a mi alrededor. Eros me había lanzado una de sus malditas flechas, y era imposible deshacerse de ella. Tenía espinas, como una rosa. Porque era hermosa, una preciosa flecha de oro, pero recubierta de veneno. Y el corazón, cada vez más enamorado, cada vez más herido.

Y cuando la vi a ella, mirándome fijamente, mientras le sonreía a él, totalmente ajeno a mi dolor, supe que estaba condenada. Dulce y dolorosamente condenada.

Y me odio por ello.

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Twitter: sass_prince

Sweet dreamsHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin