Cuando todo toma importancia

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El corazón me latía furiosamente contra el pecho. La adrenalina corría fuerte por mi torrente sanguíneo, me sentía importante, fuerte, y con una confianza que pocas veces había sentido. Me sentía igual que el día que cumplí los 16 y me fui de casa, cerrando un capítulo oscuro de mi vida.

No me importaba dejar de respirar, y morir, si lo último que hacía era probar el fruto prohibido que eran sus labios; cálidos, suaves y húmedos, seguros con el beso que recibían y al que respondían, con ímpetu, deseo y una danza gitana a la que poco después su lengua también se unió.

Necesitaba comprobar que esto era cierto, abrí los ojos y vi cómo ella aún mantenía los ojos cerrados, pero poco a poco los abría, dejándome observar sus pupilas dilatadas con un brillo especial en el centro. Deslicé una mano por su níveo rostro, suave como el terciopelo más hermoso, cálido como el abrazo más perfecto que exista. Sus mejillas estaban levemente sonrosadas, y su respiración, que había pasado de acompasada a intranquila, enviaba nubecitas de vaho al cielo nublado neoyorkino.

Junté mi frente con la suya, oyendo las últimas notas del "Claro de luna" de Claude Debussy, una de las pocas composiciones clásicas que conocía. No quería que terminase, ya que ello significaba el fin de este lapso de tiempo, donde nada importaba, donde el mundo no existía y sólo éramos ella y yo. Donde la flecha clavada en mi pecho no dolía, y ella no era la causante de mi dolor. Donde yo era feliz.

Pero el tiempo es algo inexpugnable, y cuando las notas del piano daban a su fin, el hechizo se rompió. Sus ojos volvieron a adquirir ese tono azul frío, y su raciocinio volvió a recordarle que me odiaba. Que yo le había hecho daño. Se separó rápidamente de mí, empujándome y volviendo a la baranda, donde me miró por última vez antes de abandonar la pista.

Su mirada... era como una súplica, no sabía si hacia ella misma, hacia mí, o hacia el chico que la acompañaba. Éramos demasiados en este mundo donde yo no tenía cabida, ni ahora, ni nunca.

El dolor del pecho volvió, tragué saliva y me impulsé sobre los patines, dando un par de vueltas para intentar olvidar, fue un error acercarme tanto a ella.

No iba atenta a lo que ocurría a mi alrededor, así que accidentalmente choqué con una de las vallas y caí de bruces contra el suelo. Sentí como mi brazo se daba contra algo duro, y luego algo frío, posiblemente el hielo. Durante un segundo me alivió, pero luego la sensación fue empeorando. Apreté los dientes, no quería gritar. Gritar por una simple herida era de cobardes, así que aguanté los gemidos y los gritos que se me acumulaban en la garganta, las lágrimas, mientras una serpenteante sensación de dolor me recorría el cuerpo de arriba abajo. Un sabor metálico se instaló en mi boca, y cuando la abrí para suspirar, un hilillo de sangre cubrió el frío y blanco hielo.

Una multitud se congregó a mi alrededor. No podía ver bien, al caer me había golpeado también la cabeza y veía doble. De todas maneras, las voces no me eran familiares, hasta que oí una que sobresalía de entre las demás, una voz de mujer, un susurro de los dioses. Su voz.

Y entonces me desmayé.

Cuando me desperté estaba en una habitación blanca, de inmediato supe que estaba en un hospital. La cama, las vías, el olor a desinfectante... todo era tan familiar, que ya no me sorprendía.

Abrí los ojos despacio, veía una figura borrosa, pero no pude distinguir quién era. Me quejé cuando intenté levantarme, el brazo izquierdo lo tenía en cabestrillo. Genial, me lo había roto.

-¿Lexa? –otra vez, otra vez su voz. Mi mente ya empezaba a jugarme malas pasadas, ahora podía oírla en todas partes. Sin embargo, cuando la vista se me recuperó, miré en dirección de donde venía la voz, y allí estaba. Sentada en un sillón grisáceo, con la misma ropa de aquel día y signos de cansancio y de haber llorado-. ¿Estás bien? ¿Necesitas que llame al médico?

Sweet dreamsWhere stories live. Discover now