Una grieta en la armadura

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Clarke seguía empeñada en ningunearme. A mí no me importaba, yo sabía que me quería pero no se atrevía a admitirlo, ni tan siquiera a ella misma. De todas maneras, volvimos al trato de siempre.

Pero desde aquel día, las miradas habían cambiado. Yo ya no le tenía miedo, ni tanta devoción. Bueno, devoción sí, pero cuando entrecerraba los ojos, ella se veía obligada a apartar su mirada de mí. Siempre perdía la batalla.

Empecé a dejarle pequeños recuerdos en su escritorio, en su taquilla, en su coche. Una rosa, una carta, un pequeño y maltrecho dibujo; cualquier detalle que pudiera esconderse, pero que quedase retenido en su memoria. Y a primera vista ella los hacía gurruños con sus manos, los rompía, los ignoraba. Pero también veía una pequeña sonrisa en sus labios, y cómo sus ojillos brillaban, buscándome rápidamente para luego ignorarme, para hacerme partícipe de cómo destrozaba esos detalles que tenía con ella.

Pero mi corazón estaba ya tan herido, que había aprendido a resguardarse de más daños. Una coraza lo rodeaba, y toda flecha de oro emponzoñada que me lanzase, ya no llegaba a su destino. Ya no podía hacerme más daño.

Y así los días se convirtieron en semanas. La primavera le había ganado terreno al invierno, ya poco o nada quedaba del típico frío neoyorkino. Ahora todo era verde, los animalillos volvían para tener sus crías y llenaba de vida el desolado barrio de Nueva York.

La vida seguía igual: me levantaba, me duchaba, desayunaba (con la vecina... como siempre), jugaba con Cato, que hacía tiempo que dejó de ser un cachorro, me vestía y salía para la facultad. Esa mañana tenía un presentimiento, algo ajeno, pero cercano a mí había pasado. Quise apartarlo de mi mente, pero no pude. Era demasiado grande, demasiado llamativo como para ignorarlo.

Al llegar a la escuela, me reuní con Lincoln. Charlábamos sobre una película que había visto hacía poco, y que yo también tenía que ver. Que era de esas raras que me gustarían, porque te comían la cabeza y así nos montábamos nuestra versión, nuestros personajillos y ya montábamos una cosa aparte. Como siempre, como en el instituto.

Y yo le asentía, atenta, pero una parte de mí sólo miraba hacia la puerta. Antes de que todo el mundo llegase, había dejado un trozo de papel en el escritorio de Clarke. Sus amigas disfrutaban de las palabras del admirador, no tenían ni idea de quién pudiera ser. En un principio sospecharon de mí, pero yo era demasiado... rara, y ahora fría, como para hacer eso. Así que se olvidaron de mí. Craso error, estupendo para mí. Pero ese día, la rubia no hizo acto de presencia en todo el día, y las chicas se quedaron sin su ración de romanticismo barato de cada día.

Sentí un golpe en mi armadura de cristal. Ella jamás faltaba a clase, incluso con malestar, con fiebre, se veía con fuerzas como para asistir. Eso era una de las cosas que más admiraba de ella, su capacidad de no rendirse nunca. Así que cuando su asiento estuvo libre durante las 6 horas habituales de clase, me puse nerviosa.

Tenía que saber qué le había pasado, dónde estaba, y con quién. Tenía que hacerlo, igual que ella hizo conmigo, más de una vez. Cuando el timbre que daba fin a la última clase sonó, recogí rápidamente mis cosas y me marché pitando de allí.

Tenía una mala corazonada; iba con la moto a unavelocidad demasiado rápida como para moverme por la ciudad, casi me atropellanen un par de ocasiones, y más de una vez estuve a punto de besar el suelo enlas curvas. Me dirigía no a la parte rica de la ciudad, con sus majestuososedificios de ladrillos rojos, mayordomos con bigotitos graciosos y unas vistasespectaculares de la metrópoli. Nada más lejos de la realidad, al cabo deveinte minutos me paseaba por barrios de edificios cochambrosos, mal iluminadosy negocios turbios. Sabía que ella no se atrevería a pisar sus lugares desiempre ese día, tenía que esconderse, ¿y dónde hacerlo? En el bar más oscuro,más lúgubre, más olvidado de todos. El situado en un sótano del barrio másconflictivo de Brooklin. 

Sweet dreamsWhere stories live. Discover now