Bolchevique y Gran Duquesa

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Me llevé a Clarke a casa. Curé sus heridas, con besos y caricias. Ella estaba rota por fuera, yo estaba rota por dentro. Sabía que en ese momento, ella me necesitaba más que nunca.

La tumbé en mi cama. Parecía tan pequeña, tan frágil... tan hermosa. A escondidas del mundo, sus labios se fundieron en los míos, sus manos viajaban nerviosas por mi cuerpo. No había pasión furiosa esta vez, no era una necesidad primitiva. Era algo más, algo que lo volvía real, no un espejismo como aquella vez.

Su cuerpo estaba lleno de heridas, de cicatrices. A mí no me importaba. Mis labios se pasearon por cada milímetro de piel, mis manos eran un bálsamo para sus marcas, para su corazón herido. Yo era su cura.

No podía apartar mis ojos de ella. De su rostro, cómo se había enrojecido; de sus labios, cómo susurraba mi nombre, cómo gemía en busca de aire, cómo buscaban los míos para confirmarle de que esto era real; de su cuello, cómo me veía atraída a besarlo, a mordisquearlo, a susurrarle palabras de amor al oído; de su pecho, cómo podía pasear mis labios por él, por su estómago; de sus brazos, sus piernas, que me atraían a ella buscando un ajuste perfecto, cómo me necesitaba.

Su respiración comenzó a volverse irregular, errática. Sabía que significaba eso, y tenía que verlo. Así que cuando su agarre se volvió más firme, y su cuerpo comenzó a temblar, la alcé en brazos y la coloqué sobre mí, sobre mis piernas.

-Ven a mí, Clarke, ven a mí –le susurré; y al instante sentí cómo su cuerpo convulsionaba de forma casi violenta; cómo de su garganta nacía un profundo gruñido victorioso.

Apoyó la cabeza en el hueco de mi cuello, su respiración era pesada y dificultosa. Comenzó a besarme de forma lenta y húmeda; sus manos dejaron atrás mi espalda, se aferró a mí.

-Te quiero –repitió, y esta vez no había duda en sus ojos.

-¿Estás segura?

Ella se alejó de mí, se cubrió con las sábanas y se levantó de la cama. En ese momento me sentí vacía. Salió de la habitación.

Me reprendí mentalmente por lo que dije. Rápidamente cogí una camisa y salí tras ella; estaba de pie en el pequeño balcón, mirando tranquilamente el cielo neoyorkino. La abracé por la espalda, y ella se recargó sobre mí.

-¿Recuerdas cuando te dije, "de todas las personas que hay en la clase, han tenido que mandarme a mí"? –asentí con la cabeza. Ella sonrió-. Nadie me mandó, fui porque quise-. Su revelación me dejó helada. ¿Entonces... entonces qué pasó allí?-. Lo sé... es confuso. Pero tenía ganas de verte, pero no me atrevía con tanta gente.

-¿Por qué me has estado haciendo todo esto, durante tanto tiempo? –quise saber.

-Porque... -dudó- bueno, aún no lo sé. Aunque quizá ahora esté llegando a comprenderlo.

Pasamos un rato en silencio, las dos perdidas dentro de su propia cabeza. El cielo neoyorkino era precioso cuando estaba despejado, y más desde esta parte de la ciudad, donde la luz era un bien escaso. Clarke empezó a ronronear, a besarme tímidamente el cuello. Yo sonreía de puro placer.

-No sé qué me pasó contigo –dijo, rompiendo el cómodo silencio-. A lo mejor me gustaste desde la primera vez que te vi; tú con tu indiferencia absoluta, tus silencios y las caritas que pones cuando no entiendes algo. Tus sonrisas cuando Lincoln te dice algo, y seguramente será alguna fechoría vuestra... o cualquier tontería. Y tu mirada... he conocido a mucha gente con los ojos claros, verdes... pero ninguna como la tuya.

-Y... ¿cómo son mis ojos? –quise saber, curiosa.

Ella se separó de mi pecho, dándose la vuelta para encararme. Frunció el ceño durante unos segundos, e hizo una mueca pensativa. No pude evitar reírme, obviamente estaba mintiendo. Al final, me dio un suave golpe en el brazo y acabó soltando una carcajada.

-Son... fríos, solitarios –dijo seria, ahuecando mi rostro en sus manos, tan cálidas-. Pero no sé, dentro de esa frialdad hay como... calor, una especie de calor helado. No sé... no sé lo que digo.

-No te disculpes, creo que te entiendo –admití. Al fin y al cabo, era como me había criado. Todo a mi alrededor era hielo y oscuridad, y sólo una pizca de calor y amor. A lo mejor tener una vida tan... ausente me hizo adquirir ese gesto de 'calor helado', como ella lo describió.

-Es como si dentro de esas orbes, hubiera un pequeño fuego... pero hay que saber encontrarlo. Es como la rosa dentro de un jardín de espinos –argumentó metafóricamente.

Sabía que tenía que atesorar estos pequeños momentos para siempre. Porque alguien como yo no merecía uno de esos finales felices, donde el pobre y desgraciado protagonista se queda con la chica guapa y que todos desean. No, eso no es real. La realidad es mucho más dura; siempre lo ha sido.

Era ya muy tarde, hacía horas que la noche había caído. Sostenía el cuerpo caliente de Clarke entre mis brazos, ella comenzaba a adormecerse, con el suave balanceo que le regalaba. Sus manos jugueteaban con mi pelo corto, sus dedos se paseaban levemente por mi espalda, por mi pecho. Empezaba a dar cabezadas.

La alcé y la llevé a la habitación, donde la arropé. Era preciosa cuando dormía; su rostro era tan apacible, tan... infantil y único, que lo único que me hacía desear era quedarme en ese momento, congelarlo y vivir en él para siempre. Pero sabía muy bien que eso era algo imposible, inalcanzable. Yo no estaba hecha para ella; una pobre bolchevique que reniega de la revolución para admitir su ya necesariamente desesperado amor por la Gran Duquesa. Esa frase me acompañaría toda la vida, lo supe desde el primer momento en que lo leí, en que la vi. Y como el bolchevique de la historia, yo tendría que hacer lo mismo... o no. A lo mejor podía manipular el tiempo, la historia, y crear un final moderadamente feliz.

Sabía que ese sería mi último día en la Tierra. Que mañana ya no sería sino un simple cuerpo inerte, abandonado a su suerte, en un callejón de un barrio de mala calaña; un cuerpo frío, malherido, ajado y maltratado, con una sonrisa de felicidad en su rostro.

Y la estirpe Woods se acabaría para siempre.

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"Qué tierno instante, cuando el bolchevique reniega de sí y de la Revolución para admitir su ya necesariamente desesperado amor por la Gran Duquesa. Cuando olvida que la dulzura a cuyo recuerdo sucumbe fue destilada durante siglos a costa del sudor y la sangre de sus antepasados"

(La flaqueza del bolchevique, 72-73)

"Quién me iba a decir a mí, cuando todo lo que acabo de escribir no eran más que chorradas para distraer las tardes de domingo, que yo también habría de experimentar la remordida flaqueza del bolchevique"

(La flaqueza del bolchevique, 74)

***

Escribí esta historia hace casi tres años, o quizá los haya cumplido ya, no lo sé. Recuerdo que antes de empezar las prácticas de TER ya lo tenía escrito, y eso fue en febrero. Hace tres años fue una época en la que obsesioné con Rusia y la familia real, pero eso era algo que venía desde que era pequeña. Debido a mi extraña forma de ver películas, conocí la de "La flaqueza del bolchevique", y me compré el libro, mucho más oscuro que la película. Y hay un capítulo que es realmente maravilloso. 


Sweet dreamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora