XXXIII

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William entró al salón. Unas cuantas chicas cuchicheaban en el rincón, cerca se encontraba el asiento favorito de Charlotte: el escritorio de los maestros. Charlotte acostumbraba sentarse de piernas cruzadas sobre la mesa de madera, las manos en las piernas. Su rostro era muy expresivo, su voz cambiaba según lo que se hablara. William recordaba sus gritos histéricos cuando le decían que fulanito se había aprovechado de fulanita, de igual forma recordaba esa voz empalagosa, felicitando a fulanita por iniciar una relación formal con fulanito. Charlotte, quien le daba valor a cada amanecer y por quien deseaba el final de un día y el inicio de otro, nunca dejó que nadie se sentara en su lugar.

—¡William! —chilló Priscila, bajando del escritorio y moviendo sus piernas en su dirección—. Haré una fiesta de parejas en mi casa, será este fin de semana. ¿Serías mi pareja?

—No —se limitó a contestar, los puños apretados a sus costados. ¿La vergüenza se dio cuenta que Priscila era demasiado para ella? Porque definitivamente no tenía—. Tengo novia, consigue a otro —y no vuelvas a sentarte en ese escritorio, quiso agregar.

—Charlotte no se dará cuenta, está más en el otro mundo que en el nuestro —insistió, mordiéndose un labio.

Imitar a Charlotte para seducir a William no serviría, al contrario, hizo que el muchacho deseara que Priscila no fuera mujer para reglarle un pequeño golpe en la cara. Primero, ocupaba el escritorio; segundo, se mordía el labio y hacia cada gesto que hacia Charlotte, aunque estos no le salieran igual de encantadores; tercero, ponía flores en la mesa de Charlotte y se dirigía a ella como si estuviera muerta. Solo faltaba que lo llamara "pichoncito" o se cambiara el nombre a "Charlotte Lennox". Hiciera lo que quisiera, solo una Charlotte Lennox llegaba hasta los rincones más lejanos de William.

—Charlotte está en coma, no muerta —dijo William con voz firme y ojos severos—. Puede despertar en cualquier momento.

—No tiene por qué enterarse.

—Mi lealtad esta con Charlotte, así que no insistas.

—Eres un aburrido —murmuró Priscila haciendo un puchero. Will no lo vio, ya estaba en camino a quitar la flor blanca del día.

Llevaba quince largos días quitándolas. Yendo al asiento de Charlotte y recordar que ella se encontraba ocupando un lugar en otro lugar. Los primeros días fue un recordatorio del error que cometió, un "pudiste haber evitado que sucediera" que lo atravesaba por el pecho. Conforme pasaron los días ese pensamiento se fue hundiendo en su ser, hasta el punto de ser solo una punzada débil.

—No lo soy, simplemente no engaño a mi novia con perras que valen menos de la mitad que ella.

—¡No soy una perra!

—No, solamente das lastima al tener que pedirle a un joven que te acompañe a tu propia fiesta —rezongó otorgándole más sarcasmo del que deseó, callando a Priscila por completo

El aula se fue llenando poco a poco, las chicas llegaban medio dormidas. Nicholas no descartaba que en el pasado hayan llegado en pijama y dormido media hora más. Lo máximo que vieron fue una chica con el pantalón del pijama debajo de la falda y se lo hicieron quitar casi de inmediato. Con eso la teoría de Nicholas quedaba en duda.

William llevaba días sin verse a conciencia frente a un espejo, si se rasuraba por las mañanas y no se cortaba era porque trabajaba como un robot, pues su mente estaba en la lejana ciudad mítica descrita por Plantón. Esa tarde algo muy fuerte lo llevó a ver su reflejo con profundidad. No le fue sorprendente ni le causó malestar su apariencia descuidada, el cabello castaño completamente despeinado, los ojos rojos con ojeras y la piel carente de color. William había esperado verse con la apariencia de un enfermo, desde su punto de vista, parecía un hombre con una resaca gorda. Y en cierta forma lo que él tenía era resaca emocional, moral.

Piedra, papel o besoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora