Siempre viví en Hartford, aunque no en los sitios correctos.
Se me vienen a la mente todas esas veces en las que el frío lastimó mi piel, la temperatura calaba y se me metía hasta los huesos, me acurrucaba en la esquina de una calleja y le pedía al cielo que mis dedos dejaran de doler, el aire gélido me hacía temblar, me robaba el sueño; había otras veces en las que el calor era tal que tenía tomar agua a escondidas, esperando que los dueños de esa casa no me descubrieran abriendo la llave del jardín del frente, cuando llevaba dinero en los bolsillos siempre dejaba una moneda.
Era sólo una niña en un lugar enorme, mi cuerpo era tan pequeño si lo comparaba con los edificios y la mayoría de las personas que me ignoraban si extendía la mano, no a todos les interesaba ayudar a una chiquilla mugrienta, había otros que me dejaban cargar bolsas de supermercado y me pagaban por ello, esos me preguntaban si mis padres me obligaban a llevar dinero a casa, pero yo no sabía qué era tener padres.
No entendía qué sucedía, no sabía por qué las calles se veían como monstruos, no recordaba qué hacía vagando ni quién era. ¿Cuál era mi nombre? ¿Por qué estaba sola? ¿Dónde vivía? Eran preguntas que nunca pude responder.
Lo que antes me aterraba se terminó convirtiendo en mi hogar, ¿qué otra cosa podía ser si era lo único que conocía? Las avenidas ya no me asustaban, tenía escondites, sabía a qué hora era seguro un sitio y a qué hora era mejor no aparecer.
Para mí las cosas eran blancas o negras, jamás tonos intermedios y, mucho menos, multicolores. La vida me enseñó a sobrevivir, no podía distraerme. Cuando estás solo en un mundo injusto no hay mucho por hacer, no hay esperanzas, no hay sueños, no hay nada porque ni siquiera sabes de su existencia. Lo único que quieres es comer, tomar agua y no pasar frío.
Las reglas de supervivencia en la calle son simples: no te metas con la gente equivocada, encuentra un lugar seguro y sobrevive como puedas. En realidad, no es tan malo una vez que te acostumbras.
El cementerio de la ciudad se convirtió en mi refugio, era tan callado e inhóspito que sabía que no corría peligro. Y todo era gris, estaba lleno de realidad, de muerte. El vigilante era un viejo amable que me tomó cariño porque me parecía a su nieta, dejó que me quedara ahí, de vez en cuando me llevaba botellas de agua o panecillos dulces. Como no sabía mi nombre me apodó «la pelirroja», era la primera vez que alguien se molestaba en llamarme de algún modo.
Mi mundo no tenía colores hasta que conocí a dos ángeles: Robert y Romina Callahan. Creí que habían bajado del cielo, que venían por mí.
No estaba demasiado alejada de la realidad.
La primera vez que los tuve en frente me dieron mucho miedo, me escondí detrás de un monumento y los observé desde ahí. Jamás había visto de cerca un cabello tan bonito como el de ella, tan rubio y brillante. Me dieron terror porque ellos me sonreían, nunca nadie me había sonreído así. Ellos eran como el aire fresco de una mañana en primavera, esa brisa que mueve las hebras de tu cabello y te hace respirar profundo. Y ¿quién mejor que yo para saber de estaciones?
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Maldición Willburn © ✔️ (M #1)
RomanceEn las calles se cuenta una leyenda: Rowdy Willburn no sabe querer porque ya no tiene corazón, es una maldición. * * * Giselle está rota, tiene cicatrices, pesadillas y un pasado que no puede recordar. Sus padres adoptivos le dieron un hogar, pero...