33

1.3K 216 13
                                    

Entró con cautela. Cómo si esperará más sorpresas.

Yo aún trataba de descifrar que hacía ella aquí, y no me mal entiendan, pero después de tanto yo ya no sabía que esperar.

—Lo siento por venir sin avisar, supuse que estarías aquí.

Me pregunté si ella sabía de mi situación actual o estaba tan ciega como yo.

Dió unos pasos en el living, empapándose del panorama, sabanitas en el sillón, la silla portable en el piso y un gorrito en la mesa, junto a una fotografía de Gala y yo que transmitía toda la magia de ser nosotros.

Tomo el portaretrato en sus manos y preguntó bajito como estaba.

Destrozado. Quisiera morirme y no puedo. Me estoy quedando sin fuerzas. Tengo miedo. La vida se me va de las manos. No duermo. Ella es perfecta y quiero ser feliz, pero no sé cómo. Me siento solo. Vacío. Enfermo. Me siento culpable.

Solo me encogí de hombros dejando las posibles respuestas en el aire.

—Te preguntarás que estoy haciendo aquí, y yo, la verdad es que... ¡No lo sé! Rocío —nuestra jefa—, envío una cesta de mimbre llena de productos de bebé y felicitaciones a mi casa, supuse que ya había nacido tu bebé. Luego llamo aterrada preguntando que había pasado y si yo estaba bien. Creo que se confundió. Pero lo aclaramos. ¡Tranquilo! No le hable mal de tí.

Quise contestar, pero un pequeño maullido proveniente de mi habitación me hizo girar el rostro y pedir un momento.

Caminé deprisa por el pasillo y tome al pequeño bultito de la cama, revise su pañal y descubrí que solo quería mis brazos.

Caminé de vuelta a la sala sin pensar en otra que mi bebé.

Marisa reaccionó al verme, ahogo un sollozo y pidió disculpas. Las hormonas, dijo.

—Oh, Izan. Lo siento, lo siento mucho.

Yo también lo sentía y no se imaginan cuánto... Trague el nudo que me apretaba el alma, y respire profundo, debía ser fuerte cuando solo quería cobarde.

Me senté a su lado y tome tiempo para poder hablar.

—No importa ya, yo te falle, ¿recuerdas? Debí ser sincero, hablar contigo sobre lo que me estaba pasando. Nosotros siempre fuimos transparentes.

Ella se recargo en mi hombro y con ternura acarició los pocos cabellos de mi bebé.

—Es preciosa. Cómo su madre.

La mire interrogante, ¿Por qué Marisa no podía ser menos noble? ¿Por qué no se marchaba indignada al verme cargar un hijo que era mío, pero no suyo? ¿Por qué me perdonaba lo que yo aún no podía?

La pequeña lloró por hambre y me ofreció su ayuda mientras preparaba el biberón.

Me sentía raro en mi propia piel, ella alimentando a mi bebé, colocándola sobre su propio vientre donde estaba mi otro bebé. O su bebé, ya no sabía.

Pasó la tarde con nosotros y fue, gratificante. Me dió tiempo de limpiar, ella puso una carga en la lavadora con ropa de la bebé y cocinamos algo después.

Nuestra atención se centró en Zoé, en cuidarla y platicarle todas mis peripecias de padre inexperto, después de un rato me atreví a preguntarle cómo lo estaba llevando ella.

—Todo va bien con él, la doctora dice que en un mes podrán hacerme la cirugía. Mi padre ya lo sabes, está emocionado, ha insistido en mudarse a mi departamento estás semanas.

—¿Y cómo estás con eso?

—Asustada, si vieras cómo roca en las noches. ¡Es la locura! —rió.

—Deberías aceptar su ayuda.

—¿Y tú? ¿Cómo le harás?

—Mis tías, ellas accedieron a cuidarla solo en horas de trabajo, será mucho tiempo en el tránsito, pero confío más en ellas que en las guarderías.

—¿Y en mí? ¿Confiarías en mi, Izan?

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora