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Tendrás que darme un momento.

Contar esta parte es difícil para mí, lo sigue siendo aún años después.

La vida de Marisa se nos fue de las manos como lo imaginé la primera vez que me informó de su condición. Comenzó con una hemorragia. Dos días en el hospital nos dieron la respuesta, había que volver a operar, cortar lo más que pudieran de su intestino, luego intentar con una quimio más fuerte y esperar.

Primero, que saliera del quirófano viva y después que su cuerpo aguantara lo que se le venía encima.

Lo hizo.

Fue valiente aunque estaba llena de miedo. Pero necesitaba estar en casa pronto, se dijo.

Veía a las niñas por video llamada, las sabía sanas y seguras, pero no bastaba. Esa vena controladora era imparable.

En la oficina tuvieron que contratar a alguien más porque sabíamos que ella no iba a regresar. Nunca. Yo mismo me resigné a que jamás volvería a trabajar con ella y ese fue el primer aviso: la vida allá afuera seguía su curso, no se detendría por nosotros ni por nadie más; el corporativo seguía marchando, la gente seguía divirtiéndose, aprendiendo, aunque no quisiéramos a ver más allá.

Su cuerpo se fue marchitando poco a poco, todos fuimos testigos de eso, en casa dejaron de escucharse sus risas, el silencio fue colonizando las paredes incluso mis hijas parecían sentir la situación y de pronto parecía llenarse de tristeza nuestro hogar.

No sabía que era peor, su ausencia o su presencia. Cuando no estaba en casa teníamos que dividirnos para estar en el hospital,  en cuidar de las nenas y en trabajar. Querer estar en tres lugares a la vez era difícil, sobre todo al saber que en cada uno hacías falta. Cuando estaba en casa era dejar de correr y hacer cada minuto eterno, por desgracia el día solo contaba con veinticuatro horas. Aún así no dejaba de ser agotador.

Mantener las sábanas limpias, cuidar sus heridas. Buscar soluciones. Aguantar la crisis de los dos meses de Abi, rezar para que Zoé no sufriera con la vacuna. Dudar de cuándo podías reír, llorar o callar.

Pensar en lo lejos que estabas de sentirte bien. Contaba los días desde que había dejado a mi bebé en brazos de su madre. Cuarenta llevaba.

Había regresado a la librería, lo sé por qué una tarde me desvíe del camino a casa y la ví cerca de una hora, cuando se dió cuenta que me negaba a marcharme, salió. Me enfrentó con la misma rabia que se negaba a transformar en esperanza.

Acepte la derrota como parte de mis errores llevando a casa los obsequios para una pequeñita sin nombre.

Regrese a casa donde me sentía lejos de ser el héroe, lo más cercano a mi era una masa inservible. Un hombre lleno de pena e impotencia.

Y así los días siguieron para todo el mundo...

—Extraño tenerlas en la habitación.

—Es lo mejor, la cirugía fue delicada y aunque ya está mejor, aún pueden lastimarte.

—¿Crees que llegue a su primer cumpleaños?

—Tu lo que quieres es fiesta.

—Me gustaría una, de despedida.

—Marisa...

—Tambien me gustaría que me hicieras el amor por última vez —me faltó oxígeno y voluntad para negarme.

—No quiero lastimarte. No me pidas eso.

—Por favor... Las niñas no estan.

—Marisa, no...

—La última vez.
 
Tome su boca humedeciendo su labios, los tenía secos. Fui suave y cuidadoso, no deje de besarla un segundo, no me aparte por si se evaporaba.  Cerré los ojos y le pedí que hiciera lo mismo con los suyos. No quería que me viera llorar.

Por si te lo preguntas, esa fue la última vez que hice el amor. Jamás volví a estar con una chica.

Esa, esa fue nuestra despedida.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora