41.

1.2K 201 36
                                    

Lucía abrió la puerta después de una hora de insistir. Tenía mil palabras entre los labios para decirle, pero al verla no fui capaz de pronunciar ninguna.

No existía palabra alguna que pudiese menguar el daño entre nosotros. Agaché la mirada por qué me sentí indigno de mirarla.

Tan bella.

Lucía tenía marcada la palabra sobreviviente en cada facción suya. No conoció a sus padres, nunca tuvo unos.

Fue y vino como hoja al viento durante años hasta que chocó conmigo. Fui lo más estable en sus idas y venidas. Mentira, estaría dándome mucho crédito.

Lo más firme y estable era esa cosilla diminuta que se revolvía entre sus brazos. Su propia familia.

Me pidió marcharme y por primera vez le negué algo. No podía. Teníamos que enfrentarlo tarde o temprano.

Resignada dió la vuelta permitiendo mi entrada. Hice las preguntas esperadas y recibí dagas certeras.

—¿Cómo estas?

—Que te importa.

—¿Necesitas algo?

—Que te vayas.

—¿Le has registrado ya?

—No.

—¿Ya tienes un nombre?

—No.

—¿Seguirás trabajando en la librería?

—No te interesa.

—¿Nació por cesárea o por...?

—Nació, que es lo único que debería importarte.

—¿Puedo verle?

No contestó y eso me aseguraba un no.

—¿Tienes activa tu cuenta bancaria? Me gustaría transferirte los de los gastos médicos y...

—No necesitamos nada tuyo. Hemos estado bien sin ti estos meses. No te quiero aquí. No quiero nada de tí. No quiero tener nada que me asocie contigo. No quiero volverte a ver. Me das asco. Verte es contaminar mi vida. Te odio. Me arrepiento de conocerte. Vete. Vete allá dónde eres el héroe, aquí no tienes nada que hacer. Eres un cáncer, una maldición para toda mujer que se cruce contigo.

No quito su mirada, no alzó la voz. En menos tiempo del que pensé me mató.

Había batallas que se perdían sin derramar sangre.

¿Tenía yo derecho a seguir arruinando su vida?

—¿Puedo cargarlo? Solo..., solo déjame conocerlo.

—Solo si te marchas y no vuelves más.

Asentí y me puse de pie.

Lo depósito en mis brazos con suma delicadeza, destapé la sabanita blanca y me encontré los mismos ojos que miraban día a día a través del espejo. Todo lo demás era herencia de su madre.Acaricie la pelusilla castaña, la mejilla rosada, las manitas pequeñas y el pantalóncillo rosado.

Detuve mi recorrido para sonreír.

—Es niña. No me lo dijiste.

—Si, lo es.

La apreté contra mí cuando le ví las intenciones de tomarla. Me aferre a ese único momento que tendríamos. La olí, la bese, le lloré y por desgracia, me despedí.

Mi bebé.
Mi vida.
Mi alma.
Mi pequeñita.
Mía. Mía. Mía.

—¿Podrías darle mi apellido?

—¿Para qué?

—Por favor, Lucía. Tienes mis papeles. Es lo único que te pido.

—Dijiste que te irías.

Estiró los brazos y no quise arriesgar a mi bebé a un movimiento brusco. Dócil y con el corazón he hecho pedazos, la entregué.

—Me voy.

—No vuelvas Izan, aquí no tienes nada que hacer.

—Tengo mucho que hacer, pero tú no me dejas. Si un día pregunta dile que tiene un papá que la ama con todo su corazón, que está dejando parte de su alma aquí. Que siempre la voy a esperar con los brazos abiertos y que no habrá día que no piense en ella, que no la extrañe.

—Vete. Ya.

—Y tu Lucía, recuerda que esto lo hago en contra de mi voluntad. Lo hago para no hacerte más daño. Por qué te lo debo. Por que te amo. Estoy pagando un precio muy alto por mis errores y aunque no lo creas yo..., yo nunca quise lastimarte. Si un día dudas de esta decisión, búscame.

—No lo haré. Te lo juro.

—Yo también me jure un día muchas cosas y mírame de lo que fui capaz.

Fui rápido a la hora de dejarle un beso en la sien y salir sin ver atrás.

A partir de ahí los días comenzaron a ser más gris.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora