47.

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Me costo cada gramo de integridad levantar el teléfono y pedirle al padre de Marisa su ayuda.

—¿Qué estabas pensando cuando decidiste contarme la verdad? Tu historia no tiene nada similar a lo que mi niña me dijo. Chico, hasta el día de hoy yo sentía compasión por ti.

—Sabía lo que arriesgaba, señor. Pero la verdad, algún día, saldría a la luz y aunque nos duela, Marisa ya no esta para cuidarme las espaldas.

—No entiendo. ¿Por qué ella quiso volver a ti? Se que yo no soy tan joven para velar por mi nieta, pero...

Lo interrumpí.

—Marisa sabía de su embarazo antes de ir al doctor conmigo. Me lo confesó después del nacimiento de Abigail. Ella se quito el implante, siempre quiso ser madre y fue por ello. No contó con todo lo demás, incluso la asusté cuando tarde en reaccionar —esboce una sonrisa al recordarlo—, pero me conocía lo suficiente para saber que estaría con ella. Que sería incapaz de negarle lo que me pidiese.

—Siempre fue mas lista que tu.

—Lo fue, Señor.

—Bien. Seré sincero contigo, no tienes posibilidades para una custodia completa, pero puedes lograr visitas obligatorias, incluso darle el apellido. Si nos vamos a juicio podemos lograr más, pero sera algo largo y seguirás lastimando a esa joven. Si no te importa, podría representarte.

—No quiero quitarle a mi hija. Lucía no tiene a nadie, ella es su familia, su oportunidad de ser feliz. Solo quiero la misma oportunidad que ella, amo a mis hijas. Si puedo ser participe de su bienestar, quiero serlo. Quiero ser su papá. De cada una. Puedo hacerlo bien.

—Me parece correcto. Cuenta conmigo.

A partir de ahí trate de ser prudente en la forma en la que le pedía una oportunidad. Deje una carta en su puerta, le pedí que se comunicara conmigo, mande a decirle que esperaba una respuesta. Que mi intención no era lastimarla, pero si necesitaba llegar a un acuerdo.

Se convirtió en bateadora profesional. Obtuve un no rotundo. 

Y de mi hija solo quedaron vistazos de su pequeño cuerpo envuelta en sus cobijitas. Su rostro comenzaba a perderse en mi memoria y venía a mi mente el tic tac del reloj diciéndome que ella no dejaba de crecer.

Tuve la oportunidad de seguir sus pasos, de verle a lo lejos, ser participe de su día a día junto a su madre. Cuando salían de mañana y a esta se le caían las cosas del bolso, cuando se le resbalaba el cobertor por la carriola, cuando la alimentaba tras el ventanal de la librería. De noche y volvían andando con la compra colgando del hombro.

Pequeños vistazos de ellas intentando estar bien.

Me quise negar a mi mismo lo que mis ojos veían, pero Lucía no estaba bien, no cuando mi bebe estaba fuera de sus brazos. Entonces se llenaba de una rabia que no le cabía en el cuerpo. Organizaba los libros con rabia, daba ordenes con rabia, hacia cuentas con rabia, lloraba cuando creía que nadie mas la miraba con rabia.

Mi Lucía. 

Yo la miraba desde la camioneta con tristeza, con empatía, con dolor. Por que su dolor siempre sería mio. Al igual que sus ilusiones, sus sueños, sus libros, las promesas que encontraba en ellos. Eran míos por que me los había dicho y serían parte de mí. Por que había esperado que yo  ayudara a cumplirlos. Por que el amor que sentía por ella seguía importando mas que su rencor.

Por que a pesar de todo  yo siempre sería su Izan y ella, mi Lucía.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora