52.

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Comenzaba a amanecer. Lo sabía por la luz que entraba con fuerza por el ventanal. También me había cargado las cortinas. Los llantos de todas las mujeres que escuchaban tras la puerta habían dejado de escucharse hace horas.

Ví mi teléfono debajo de la cama. No me interesaba su estado, pero esperaba que al menos me dejara enviar dos mensajes muy necesarios.

Salí cuando obtuve respuesta. Mi garganta aún no estaba preparada para pronunciar aquello, mi mente si.

—¡Jesucristo! ¿Izan, que te hiciste?

La respuesta que me seguiría haciendo toda mi vida. ¿Que me hice? No deje que me tocara ni que me curara las heridas. Dejaría que escocieran, que dolieran , que sangraran, que se infectaran, que se pudriesen. No haría nada por ellas.

—Necesito un favor.

—Si, mi niño. Dime, lo que podamos hacer —se quitó las lágrimas con el puño de la bata. Era tan bajita y regordeta. Era tan buena.

—Prepara la ropa de las tres. En un rato vienen sus abuelos por Zoé, el papá de Marisa viene por Abigail y... y necesito que se lleven a Noelle.

—Pero Izan...

—No puedo tenerlas aquí, ¿entiendes?

—Izan.

—Haz lo que te dije, te lo suplico, es lo único que puedes hacer por mi.

Me encerré de nuevo. Me recargue en la puerta evitando que alguien entrará. Mi tía Josefa, tocó la puerta cuando vino la familia de Gala. Llorosa pregunto que hacía.

—Dásela.

En padre de Marisa quiso dialogar.

—Solo llévatela, Mauro. Dijiste que podías.

El último toque fueron aquellas dos señoras que tanto había hecho sufrir.

—Izan, ya nos vamos. ¿Estas seguro?

Jamás los estuve tanto.

—Váyanse.

—Ay, hijo.

—Márchense, por favor.

No quería que nadie estuviera ahí cuando lo inevitable pasara.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora