Viviendo en las nubes

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Esta historia inició el día en que decidí dejar de ser mi propio veneno. Una tarde me pregunté entre lágrimas si la mente puede herirse a sí misma, ¿cómo sería usar su poder para curarse? He aquí la respuesta.

En esta ocasión traigo algo diferente en muchos sentidos, la Técnica Briper para aprender a ser feliz, mejorar la autoestima y combatir los bloqueos de escritor, que he desarrollado a través de los años.

Las cenizas que no se lleva el viento

¿Has sentido esa sombra de inseguridades y tristezas que parece ser parte inamovible de nuestra alma? ¿Alguna vez has luchado para conseguir levantarte por la mañana? ¿Cuántas sonrisas la vida misma te ha obligado a fingir?

No es una cuestión de edad, sexo, ni situación económica. Podríamos vivir saludables, rodeados de lujos y haber superado la adolescencia décadas atrás, pero ni así estaríamos exentos de que esa oscuridad volviera para susurrarnos que sería más fácil rendirse.

Para algunos es un vacío interior de todos los días, para otros apenas un desánimo fugaz y, en cualquier caso, algo que nos dice que este día no ha valido la pena siquiera existir, que nos bloquea para hacer aquello que tanto amamos: escribir y leer.

Así es, esta técnica está pensada para ir superando esos bloqueos de escritor que quizás hayas estado cargando desde hace demasiado tiempo. No es un mensaje subliminal de superación que pretende convertirte a mi culto pagano, son solo unos tips bien básicos para que no termines como un zombi amargado.

Ahora dejaré de aburrirte con este eterno preámbulo y empezaré a explicar lo que en verdad interesa.

¿Quién te hizo tanto daño?

En mi caso, fue el bullying de la escuela primaria, pues dejó secuelas que poco a poco me convirtieron en una criatura autodestructiva y abrumada por complejos. A pesar de contar con amistades, con el afecto de mi familia, con todo lo que una adolescente podría desear, me odiaba.

Despreciaba todo de mí, insultaba mi reflejo cada vez que lo contemplaba. Maldecía la palidez enfermiza de mi piel, las eternas sombras bajo los ojos, los kilos de más que son naturales para un cuerpo en desarrollo, mis calificaciones mediocres, mi nula coordinación, esa hipersensibilidad que me hacía llorar siempre cual reina del drama, esa torpeza en deportes por la que siempre me elegían al último en clases de Educación Física.

¿Te suena familiar algo de esa descripción?

Me dolía no poseer una belleza capaz de hacer que las personas se dieran vuelta a mirarme dos veces o, al menos, esa inteligencia que despertara la admiración en alguien. Ni siquiera tenía un talento para presumir (decir un centenar de pendejadas por segundo no contaba).

Como yo lo veía, no había nada que me hiciera destacar de las demás personas, cual rayita con baja autoestima. Pero compararse siempre es un grave error, porque los seres humanos somos únicos. Tampoco tenemos derecho a insultarnos —aunque podemos burlarnos con afecto de nuestras torpezas, claro—, pues alimentar ese desprecio hacia nosotros mismos es como dejar que un parásito crezca en nuestro interior hasta consumirnos.

Lo bueno es que, cuando tenía unos catorce años, encontré la forma de darle un giro a esa horrible historia: si me estaba haciendo tanto daño con mis pensamientos autodestructivos, ¿sería posible revertir el efecto?

Decidí intentarlo y empecé a crear una receta para sanar mi alma, poniéndola en práctica de forma cotidiana hasta el día de hoy.

Las cláusulas del contrato

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