Capítulo Uno

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—Ya saben que una expresión algebraica es la combinación de letras y números. —Él señala hacia la pizarra mientras explica—. Los números los vemos, ya están ahí, pero son las letras a las cuales vamos a buscarles ese valor que todavía no conocemos y que pueden sumarse, restarse, dividirse o multiplicarse. —El profesor escribe números, paréntesis, letras y símbolos y sigue hablando—. Y como ya saben también lo que son los binomios, los monomios, y polinomios, y los términos que corresponden a cada uno porque ya lo estudiaron anteriormente y no voy a explicarlo de nuevo, es por eso que el coeficiente principal... —El profesor continúa con la clase para después de varios minutos de brusca explicación decirnos—: ¿Entendieron? —nos mira alzando una ceja.

Yo no entendí ni jota, pero lo hago mejor resolviendo los ejercicios que escuchando su aburrida cháchara sobre números y letras. Algunos de mis compañeros murmuran y asienten. Otros, como yo, permanecemos en silencio. Es mejor de esa manera.

—Pues ya que entendieron todo a la perfección y como debe ser, tienen exactamente media hora para terminar los veinte ejercicios lineales que están en el otro pizarrón —sentencia el profesor. Luego, con actitud arrogante, se va hacia su escritorio.

Yo en mi asiento estoy hastiada, pero obedientemente comienzo a hacer la tarea para no reprobar. Esta es mi última clase y ya quiero irme.

Álgebra es la clase favorita de todas las chicas aquí y alguno que otro chico también, pero para mí es horrible, apesta y me tiene con dolor de cabeza. Eso de fracciones algebraicas, signos, coeficientes, exponentes y polinomios, no es lo mío. Para nada. No necesito eso para estudiar estilismo. ¿Pero por qué razón álgebra es la clase favorita de todas aquí? Sencillo, por el impecable y atractivo profesor "Gruñón"... digo, Grullón. Profesor Grullón.

Mis compañeras de clase no paran de repetir y resaltar todos los atributos que tiene él, alto, de cabello negro, ojos azules y piel bronceada. Es atractivo sí, pero en estos momentos de mi vida tengo muchos problemas con un padre alcohólico, una madre desaparecida, los gastos de la casa, y estoy tratando de juntar dinero para mis futuros estudios con mi trabajo de medio tiempo en el supermercado Edmon. No tengo tiempo para estar actuando como una colegiala enamorada de un profesor, por favor. ¡Qué cliché! Ya soy demasiado madura para mis dieciocho años.

Es un secreto a voces el porqué de la actitud amargada del profesor Sebastián Andrés Grullón. Él tiene dinero, pero según se escucha por los pasillos, él está dando clases aquí, en nuestra querida preparatoria Atenas, a causa de una herencia que dejó su abuelo paterno. Se estipula que debe enseñar por lo menos diez meses y luego puede cobrar dicha herencia. Un presuntuoso y amante del dinero, eso es lo que es él para mí. De seguro que la cantidad de cifras en esa dichosa herencia es muy escandalosa como para aceptar dar clases a estudiantes llenos de hormonas en ebullición. "Quién más tiene, más quiere", dice el refrán que le queda como anillo al dedo.

Mentalmente bufo.

Él siempre viste como si fuera un CEO de alguna importante compañía y no como un educador: traje azul oscuro hecho a la medida, camisa imposiblemente blanca, corbata roja y zapatos hechos a mano en algún lugar de Italia. Luce bien todas las "ies": impecable, imponente e inalcanzable. No parece un profesor en lo absoluto, ni con la ayuda de la manzana roja que descansa en su escritorio. Una fruta prohibida que de seguro una de las chicas la puso allí a propósito y sin que él se diera cuenta porque déjenme decirles que el profesor Grullón es muy perspicaz, sagaz, mordaz, ¡y todo lo que termine en "az"!

Para colmo, su estilo para impartir clases deja mucho que desear, pero nadie dice nada al respecto. Él explica cada término, cada ecuación paso por paso una sola vez y si no entendiste, pues te jodiste. Tienes que esperar a que a él le dé la gana de explicarlo de nuevo.

Profesor Grullón (Editando)Where stories live. Discover now