Capítulo Cinco

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—Evenin, hija mía, eran solo unos cuantos dólares. No es para tanto. —Desde el sofá balbucea borracho y despreocupadamente mi padre y lo miro iracunda.

¿Qué no es para tanto? Grito en alto mi frustración y mi enojo. Tenía doscientos dólares guardados en mi tocador, metidos en unos calcetines blancos, y él, hurgando entre mis cosas, los encontró y los gastó todos en cervezas y licor. Todos. Cada maldito y sudado centavo. ¡Maldita sea!

—Papá, ese dinero era para pagar la hipoteca junto con los otros doscientos que reuniré al final de esta semana. No sé qué vas a hacer y a quién vas a pedirle prestado, pero ese dinero tiene que aparecer o estaremos en la calle. ¿Me estás escuchando? —Él ronca con la boca abierta—. ¡Papá! —le grito, pero es en vano.

Todo es en vano. Me siento en el viejo sofá y cubro mi cara con mis manos. ¿Qué voy a hacer ahora? Porque es seguro que ese dinero ya se perdió. El corpulento y desagradable dueño del bar de la esquina no va a devolverme el dinero a cambio de la mercancía ya comprada, lo sé.

Piensa Evenin, piensa.

Puedo trabajar horas extra o doble turno en el supermercado. Pero entonces sería el turno nocturno porque de día es imposible pues asisto a clases. También podría pedirle a Isabel que me pague por adelantado... No. De inmediato descarto esa idea porque ella se ha portado muy bien conmigo y no voy a estar exigiéndole cosas. Son mis problemas y yo los resolveré. Me levanto, sorbo por la nariz y salgo de la casa para irme a trabajar. Aún es temprano. Son las siete y media de la mañana, pero necesito respirar aire fresco porque me siento asfixiada. Conduzco lentamente por la carretera y sigo sopesando mis opciones. Puedo ofrecer mis servicios y consejos sobre belleza a las chicas de la escuela. Puedo peinarlas, pintar sus cabellos, maquillarlas y cobrar por ello. Sí, eso ayudaría y correré la voz mañana cuando vaya a clases.

Sintiéndome igual de inquieta y deprimida, llego a Buenavista Village. Me bajo y entro a la casa de la familia Avilés por la puerta de la cocina. Todo está en silencio y me voy tranquilizando poco a poco. Como me gustaría vivir aquí permanentemente. Así no tendría que preocuparme por pagar una hipoteca. Hago una mueca porque si no muevo mi trasero, no tendré nada de nada. Esta no es la vida que esperaba, pero hay que lidiar con lo que me tocó y tal vez más adelante las cosas mejoren. Rezo para que así sea.

Me preparo y me como un desayuno ligero porque no tengo mucho apetito y luego pongo manos a la obra. Voy hacia el cuarto de limpieza para buscar una cubeta y los productos que usaré. Me pongo los guantes amarillos y luego voy hacia la segunda planta y comienzo con el cuarto de invitados. Mientras me mostraba las habitaciones, Isabel me dijo que el señor Avilés nunca recibe visitas en esta casa porque no le gusta. Este es su hogar de infancia y sencillamente no le gustan los intrusos en su santuario, pero que siempre hay que mantener esta y las otras habitaciones aireadas y limpias por si acaso él decide dejar quedarse a algún amigo o socio. Limpio toda la habitación, cambio las sábanas, las cortinas, quito el polvo de los armarios, de la alfombra y luego paso a limpiar el baño. Allí estoy bastante tiempo, y cuando acabo, seco el sudor de mi frente. Uf. Uno menos. Muevo todos los productos de limpieza a la próxima habitación, que según Isabel un invitado sí la ocupa de vez en cuando, y hago el mismo proceso. Son cuatro habitaciones y antes de ir a la tercera, bajo a la cocina a tomar agua. Estoy sedienta. Luego subo y sigo con mi tarea hasta que la habitación queda reluciente.

A la una en punto noto que me salté el almuerzo porque ahora estoy famélica. Isabel me dio luz verde para preparar lo que yo quiera. Así que busco todos los ingredientes para preparar arroz, carne guisada y un majado de papas. Haré bastante para que también coman el señor Avilés, que regresa hoy en la noche, para Isabel, pues para impresionarla con mis artes culinarias, y para papá, que después de que se le pasa la borrachera se come el mundo entero. Mientras pelo las papas y sigo cocinando, olvido todas mis preocupaciones. Cocinar es de las mejores terapias y además es gratis. Dudo un momento, pero si quiero que el guiso quede como de chef de un buen restaurante, debo echarle un poco de vino. Yo no tomo licor. Nunca. Viendo como esa porquería está destruyendo a mi padre, le he tomado verdadero odio a todo lo etílico, pero quiero que sepa bien y voy a hacer una excepción. Busco en los estantes vino seco y le echo un poco para que le dé espesura, sabor, color y un toque diferente. Sazono la comida con sal, pimienta y especias, y luego me siento a esperar a que esté lista. Me duelen los pies y la espalda. Gajes del oficio.

Profesor Grullón (Editando)Where stories live. Discover now