17. Persona non grata

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Historia publicada en papel por Penguin Random House.
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El resto de la semana transcurrió sin mayores novedades ni progresos, hasta que finalmente llegó el sábado. El gran día que, aunque me negaba a admitirlo, había estado esperando como un niño pequeño a la Navidad.

Mi madre seguía lejos de la civilización en alguna de sus sectas introspectivas y mi hermana ya iba en camino a su juerga en pijamas. ¿Y yo? Teniendo la casa vacía y disponible para mi solo, había organizado un evento (si se le podía llamar evento), que consistía en una inocente noche de películas para tres personas, donde lo más transgresor era la comida poco sana. ¡Uh! ¡Cuánta rebeldía! Cualquier otro compañero en mi situación hubiese improvisado una fiesta digna de película gringa, llena de drogas, sexo y alcohol. Sí. Admitía lo triste que era esto de invitar a una chica y a su casi pareja a mi casa. Bordeaba en lo patético, pero había que aceptar que eran un paquete y que las piezas no se vendían por separado.

Las horas pasaban con extrema lentitud, y lo que podría haber sido una espera relajada y provechosa, terminó siendo más bien una tortuosa agonía. Para peor, fijé como hora de llegada las siete y media de la noche, olvidando por completo que en la zona horaria del planeta de Solae, eso significaba una hora más tarde, pero incluso ya siendo las nueve, aún no había señales de ellos.

¿Y si les había pasado algo? ¿Y si no llegaban? Cualquiera que fuese el motivo, me negaba a llamarlos y exponerles mi necesidad de que aparecieran, pero afortunadamente no hizo falta. A las nueve y cuarto sonó el timbre, y ahí estaban ambos parados frente a la reja, con cara de despreocupación absoluta. Al menos pudieron siquiera intentar simular un poco de vergüenza por el retraso.

—¡Qué grande tu casa! ¡Me encanta! —dijo Solae entrando apresurada, sin pedir el permiso que se acostumbra al visitar por primera vez a una casa ajena. Es más. Sin dudarlo se sentó en el mullido sillón del living, saltando sentada sobre él como una niña pequeña. Lo interpreté como una buena señal. Solae siempre había sido parte de mi casa y siempre le había gustado ese sillón, y aunque esa actitud me había molestado en más de una ocasión en el pasado, ahora me resultaba hasta divertida.

—Está bastante bien. —comentó Anton, que por su parte, entró con más cautela. Más que por modales, parecía que todo lo observaba con detenimiento, como si hiciera inventario a cada rincón de mi casa en busca de alguna evidencia o recuerdo que debiese eliminar de la escena. De todos modos no encontraría mucho. Ya había revisado que no hubiera nada que pudiese tener relación con Solae, y no había sido muy difícil, ya que casi no tenía fotos junto a ella, ni en la casa, ni en mi habitación.

—¿Dónde está la cocina? —preguntó luego, levantando las bolsas que venía cargando.

—¡Compramos cosas ricas! —añadió Solae ya más quieta, pero no menos curiosa. Ahora intruseaba dentro de una caja metálica que estaba en la mesa de centro y revisaba las fotos que adornaban ciertos muebles.

—La cocina está al fondo a la izquierda —le indiqué sin mirarlo, pero Anton no se movió. Al igual que yo, se había quedado observando cómo Solae se dirigía al equipo de sonido que estaba bajo el mueble de la televisión. Lo había encontrado a pesar de que estaba escondido detrás de una puerta de vidrio opaco. A continuación lo encendió y lo conectó a su celular sin dificultad alguna.

Lo recordaba. Quizás no de forma consciente, pero cada paso de Solae desde que había llegado a mi casa, evidenciaba que recordaba haber estado aquí. Su confianza, el saber donde estaba la radio, saber cómo conectarla. Quizás hoy sí conseguiría que me recordara, si es que Anton no reparaba en la importancia de estas pequeñas señales.

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