Noveno capítulo

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El día límite había llegado. Aquella noche, Alfred se había quedado con ella. Desde aquel día, el teclado era un nuevo amigo en aquella habitación de hospital. Alfred lo tocaba para ella, día y noche. Amaia seguía sin responder, sin dar señales de vida.

Aparentemente, sus constantes vitales habían mejorado desde ese momento. Y todo apuntaba a salir mejor de lo esperado cuando sufrió la recaída.

Alfred despertó debido a unos golpes suaves en la puerta. Por un instante pensó que se había quedado dormido en el piano de Amaia, como muchas veces, cuando se quedaba a dormir en su casa, solía ocurrirle. Era ella quien lo llamaba a altas horas de la madrugada cuando se desvelaba. Sabía que al chico le costaba dormir, y por ello, solía ir a la sala insonorizada que ella tenía. Allí componía y plasmaba sus sentimientos y emociones.

No es que fuese algo habitual el hecho de dormir bajo el mismo techo, simplemente Amaia se excusaba siempre diciéndole que allí podía componer por las noches, momento en el que Alfred siempre se había sentido más inspirado. Ya que, en su propia casa, el chico no podía. Tenía un teclado, pero no era igual que la sensación de tocar el piano de cola de su amiga. Además, siempre estaba la ventaja de la insonorización. Los padres de ambos accedían a que se quedara a dormir por ese motivo, aunque eso si, en habitación separadas.

Al menos, eso les hacían creer a sus padres.

Ese sentimiento de nostalgia y extrañeza embriagó a Alfred cuando despertó. Posteriormente, se percató de donde se encontraba. Medio tumbado sobre Amaia, sus manos unidas, y su cabeza sobre el pecho de la chica.

Sería de extrañar que más tarde no le doliese la espalda debido a la mala postura ejercida.

-¿Se puede?

La enfermera asomó en la habitación. El desayuno de Amaia venía en camino, aunque para sorpresa de Alfred, la chica traía una bandeja con unas tostadas y dulces exquisitos.

-¿Y esto?- Se levantó Alfred de su lugar.

-Es regalo de la casa Alfred. El desayuno es la comida más importante del día.

Alfred sonrió y agradeció a la joven el gesto. La chica, Lucía, creía recordar él que se llamaba, siempre había sido muy atenta con él, y con todos. Aunque especialmente con él.

Inyectó el desayuno de Amaia en el suero de la joven, y se giró para mirar al joven.

-¿Cómo estás?

-Bien. Aunque nervioso. Es el día, y no hay ninguna novedad.

Se acercó a él, tímida por lo que iba a hacer a continuación. Colocó su brazo por encima del chico, y lo apretó suavemente.

-Todo va bien Alfred. Puedo asegurártelo.

Alfred, extrañado y nervioso por la cercanía de la joven, asintió.

-Si necesitas algo, no dudes en llamarme.- Después, rectificó.- En llamarnos, ya sabes, en el hospital todos estamos con vosotros. Os apoyamos.

-Gracias Lucía. De corazón, gracias.

Se acercó a ella, dejando un beso en su mejilla, gesto que la joven aprovechó para embriagarse del perfume del chico, y dejar caer sus brazos sobre él. Era lo más parecido a un gesto cariñoso que había obtenido por su parte. Y estaba contenta, pues Alfred había llamado su atención desde el principio, a pesar de las leves sospechas que tenia sobre su relación con Amaia.

Un pitido sonó. La máquina comenzó a sonar, por primera vez en una semana.

Amaia.

Alfred deshizo el agarre en un nanosegundo. Amaix. Amaix. Era lo único que alcanzaba a decir, mientras se acercaba a paso apresurado hacia ella.

A mi ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora