Undécimo capítulo

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-Yo también estoy enamorada de ti Alfred.

-Amaia...

La voz de Alfred era apenas un susurro inaudible. Amaia sentía lo mismo que él hacia ella, no eran amigos, eran algo más. Por fin.

-Siempre lo he estado, solo que no me animaba. Y ahora me arrepiento de no haberlo hecho antes.

-Yo también. Creo que desde que te vi en el conservatorio, sentada junto al piano, tocando tu canción favorita.- La mente de ambos viajó hasta ese momento, cuando un Alfred de diez años, y una Amaia de ocho, se conocieron.

La música traspasaba todas las salas hasta llegar a la suya. Su profesor de trombón no había llegado aún, y Alfred no quería que lo hiciese. Por primera vez, en sus dos años estudiando allí, no quería que una clase diese comienzo. Y había un motivo, tras el que se debía esconder un nombre y apellidos, los cuales hasta ahora eran desconocidos para él.

Impaciente, mirando el reloj de la enorme sala, salió de allí. Recorrió los pasillos desiertos del lugar, todos los alumnos estaban en sus clases correspondientes. Menos aquella persona autora de una de las mejores piezas musicales que él había escuchado a su corta edad. Y había oído muchas.

Al fondo del pasillo, una puerta grande de madera. Tras ella, una pequeña figura. La melena oscura, pequeños rizos en las puntas, y un gran lazo verde. La chica no notó su presencia, estaba jugando con las teclas del piano, creando magia.

Alfred cayó en su hechizo en ese mismo instante. Desde que escuchó la primera nota, hasta la última, previa a la mirada de la niña sobre él. Anterior a su saludo, a su sonrisa brillante dedicada a él. Y solo a él.

Ella fue hechizada por los ojos negros de purpurina del chico. Años después, fueron conscientes del efecto que la magia había producido en ellos.

-¿Lo sentiste?

Agua cristalina comenzó a brotar de los ojos de Amaia. Alfred se apresuró en secarle las lágrimas.

-Siempre ha estado ahí, nuestra conexión.

-Nuestra.

-Siempre Amaix.

Las manos de Alfred cambiaron de posición. Ya no limpiaban las lágrimas que seguían cayendo por las mejillas de Amaia, sino que acariciaban los labios de la chica. De forma sutil, sintiéndolos con sus manos. Porque tal y como se ha dicho siempre, los ojos besan primero que los labios. Los ojos, el roce, el tacto. Sentirse el uno al otro, besándose con la mirada. Ante todo, queriéndose.

Amaia permanecía inmóvil, mirando ese par de ojos purpurina que siempre la habían vuelto loca en silencio. Aquellos que la enamoraron, sin ella misma saberlo, años atrás en la sala del piano. Las luces de su barco, el faro que iluminaba las aguas de su vida. Él mismo faro que la había salvado. Él y su persona, su música, su forma de ver la vida, la habían traído de vuelta. Y nunca le podría estar más agradecida por ello. Y por todo.

Por eso, y por mil motivos más que la habían estado siempre acompañando, fue ella la que se lanzó. Junto sus labios en un tímido beso, apenas unos segundos. Segundos de oro.

-Te quiero Alfred.

La respuesta de Alfred fue callada por otro beso, y otro, otro más. El primero de muchos que vendrían después, porque en ese momento, en aquella habitación de hospital, se habían confesado sus sentimientos. Sin tapujos, sin barreras, sin miedo. No iban a desaprovechar la oportunidad que les había brindado la vida de poder sentirse, quererse. Esta vez no.

-Yo también te quiero Amaia.

Sus miradas lo decían todo. Ya estaba hecho, al fin. No había más que decir.

El intento de una nueva unión de sus labios, fue interrumpido por un carraspeo.

-Ay, perdonad. ¡Me voy! ¡Vuelvo luego Amaia!

Aitana, roja como un tomate, y con más prisa que nunca por salir de un lugar, se encontraba en la puerta de la habitación hecha un manojo de nervios. Antes de que pudiese dar un paso más, Alfred la paró.

-Espera Aitana.

Miro a Amaia. Y ella le sonrió.

-Queríamos decirte algo.

El rostro de Aitana cambió. Ya no había más vergüenza, sino emoción por lo que ella esperaba que le dijesen sus mejores amigos.

-Alfred me ha contado todo lo que has hecho por mí y por mi familia estos meses, y sé que eres mi mejor amiga y me quieres mucho, igual que yo a ti, que yo haría lo mismo por ti, pero siento que nunca te lo digo. Y quiero agradecerte todo lo que haces por mí. Siempre.

-Ay, Amaia...

Aitana fue corriendo a abrazar a su amiga, con cuidado, porque Amaia aun seguía débil.

-Yo también te quiero muchísimo. Sabes que siempre, siempre, estaré para ti. Y contigo.

Las dos chicas permanecieron abrazadas, mientras, Alfred las miraba. Daba gracias por tenerlas a su lado, cada una a su manera, con su personalidad, le habían conquistado el corazón. Por ello, y porque se moría de ganas, se unió a ellas.

-Gracias chicos.- Dijo Amaia, con lágrimas en los ojos. Lágrimas que fueron contagiadas a sus dos amigos de siempre.- Por todo, siempre.

-¡Amaia! ¡Vas a hacerme llorar!- Gritó Aitana, sin poder aguantar más las lágrimas.

Minutos después, se fueron separando. Amaia miró a Alfred, quien le sonrió. Era el momento de decírselo a su amiga.

-Queremos contarte algo.

Aitana los miró sonriendo. Ella sabía por dónde iban los tiros. Desde el principio.

-Quiero todos los detalles.

-¡¿Pero si aún no te hemos dicho nada?!

-A ver Amaia, por favor. Soy vuestra mejor amiga, sé cuando mis amigos se han besado. Se os nota en la cara.- Ambos se miraron, rojos de la vergüenza.- Además, vuestros labios hinchados cuando entré daban para pensar.

Instintivamente, Amaia llevó una mano a sus labios y miró los de Alfred. Por suerte, ya no estaban hinchados. Aitana con sus brazos en las caderas los miraba con una sonrisa.

-¿Se puede?- La puerta de la habitación se abrió ligeramente. Tras ella, Ángel y los hermanos de Amaia.

-¡Papá!

Ángel fue hacia su hija, emocionado por verla despierta y contenta. Su instinto paterno le decía que en el estado de ánimo de su hija tenía mucho que ver el joven de su lado, pero eso lo dejarían para otro momento.

-¿Cómo estás cariño?

-Me encuentro bien. Feliz.- Amaia sonrió, y alargó su mano firmemente para agarrar la de Alfred. Este, sorprendido por el contacto, y las miradas de todos los presentes hacia él, se puso un poco nervioso. Amaia lo notó, y por ello lo acarició con su pulgar. Entonces, el nerviosismo desapareció.

-¿Y mamá?

Y con las mismas volvió. La mano de Alfred se tensó, y soltó la de Amaia. Los rostros del resto se volvieron pálidos. Amaia no pasó nada por alto, y se alarmó. Demasiado.

-¿Dónde está mamá, papá? ¿Qué ha pasado?

Definitivamente, había llegado el momento del que el propio Ángel había estado huyendo. 


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¡Espero que os haya gustado! ¡Quedan pocos capítulos!

Nos leemos pronto. Os quiero y gracias por todo, siempre. 


A mi ladoWhere stories live. Discover now