16 de noviembre

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-Vamos a bailar, Natalia. -Comentó mi amigo intentando animarme.

-No hace falta, estoy bien sentada. -Tomé un sorbo de mi coca cola.

-Que sosa eres... Venga anda que está todo el mundo bailando, ven conmigo. -Volvió a insistir.

-Que no, Miki, ve tu. Yo voy afuera un rato a tomar el aire.

-Bueno, pues hasta luego, me está esperando Helena, cuídate. -Nombró a su novia para luego desaparecer entre la multitud de borrachos que bailaban como buenamente podían.

Odiaba las fiestas, no sé ni que hacía ahí... supongo que me hacía falta salir un rato después de pasarme dos meses encerrada en mi habitación; llorando.
O igual solo quería que Miki se callase un rato y dejara de insistir en que saliera.

Terminé mi bebida y me dirigí a la salida del local, una vez fuera un escalofrío recorrió mi espalda a causa del frescor del exterior; el invierno se acercaba, y los funcionarios colocando algunas luces entre calle y calle lo afirmaban.

Caminé por la desolada calle con mis manos metidas en los bolsillos hasta llegar al lugar de todas las noches.

Siempre iba a sentarme allí.

Un banco de madera, situado en un pequeño paseo marítimo, mirando hacia el inmenso océano, que apenas se veía debido a la oscuridad de aquella noche cerrada de invierno, con algunos garabatos sobre su respaldo, la mayoría de enamorados que ponían sus nombres y los de sus parejas, sabiendo que tristemente la gran mayoría no seguirán juntos a día de hoy.

El romper de las olas sobre las rocas, más la luz de la luna que acontecía entre la espesa neblina, siempre me relajaba como debía y como necesitaba, como si aquel lugar te aconsejara al oído todo lo que debías de hacer.

Me senté y aparté el anterior sonido de la música del local para centrarme la paz que me otrogaba el lugar.

Respiré hondo e intenté poner mi mente en blanco, no pensar durante un mísero minuto, olvidarme por un momento de todo.

Ni eso logré conseguir.

Miré la hora de mi pequeñi reloj de muñeca; las cuatro de la mañana.

Está al llegar...

Noté una presencia sentarse a mi lado, y supe que era ella.

-Buenas noches Nat. -Habló la chica con su dulce voz, Alba, acomodándose en las incómodas tablas de madera.

Siempre venía a este banco a sentarse a la misma hora que yo, y siempre solíamos conversar.

-¿Qué tal todo? -Cuestioné girando mi cuello para observar su perfil, iluminado por la tenue luz que se filtraban de las farolas.

-Mejor, supongo, ¿Y tu? -Imitó mi acción y nuestras miradas conectaron.

Sus ojos brillaban más que cualquier estrella.

-También. -Esquivé su mirada y tragué saliva, nerviosa ante ella.

Soltó una risilla.

-¿Hoy no ibas a una fiesta?-Preguntó, recordando que ayer aquí a la misma hora se lo comenté, justificando que solamente iba por Miki.

-Si... pero me agobié y vine aquí. -Levanté los hombros en señal de indiferencia.

Suspiró y nos quedamos en silencio.

Todos nuestros silencios eran muy cómodos, era como si habláramos únicamente teniendonos al lado.

Hacía un año más o menos que conocí a Alba, en este banco.

-Hoy hace un año que murió Marina. -Logró recordarme con su fina voz rompiéndose, que su hermana, había muerto atropellada.

-Si, ya me acordé... ¿Y estás bien?

Negó con la cabeza y se acercó un poco más a mi.

-Bueno... piensa tambien que hace un año que nos conocimos. -Mi brazo rodeó su cuello y acaricié levemente su flequillo que caía de manera perfecta sobre su frente.

-S-si... Joder cuantas cosas el 16 de noviembre. -Mi hombro comenzó a mojarse a causa de sus lágrimas.

-¿Si verdad?

Después de unos minutos más sintiendo como el tiempo dejaba de pasar al estar juntas en nuestro banco, Alba decidió que era hora de irse a su casa y se levantó de nuestro banco.

-¿T-te acompaño? -Cuestioné.

Dudó.

-No, no quiero moletar. -Escondió su cabeza entre su bufanda.

-No molestas nunca Albi. -Sonreí intentando convencerla- Venga, por favor.

Negó con una sonrisa.

-No hace falta. -Se acercó a mi y dejo un beso sobre mi frente- Hasta mañana Nat.

Sonrió y se fue a paso rápido.

-Hasta mañana Albi...

Suspiré profundamente y después de darle unas cuantas caladas al cigarrilo que logré encender -recordándome que debería de dejar este vicio- me fui a mi casa.

En este banco || AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora