Capítulo 9

4K 562 92
                                    

"Ni la ausencia ni el tiempo son nada cuando se ama". Alfred de Musset (1810-1857) Poeta francés.


     Cogiéndola del suelo y acomodándola entre sus brazos, salió de la arena con paso lento y decidido, atravesando el foso del circo mientras el público, expectante, miraba asombrado y silencioso cómo un soldado romano se llevaba a aquella gladiadora malherida y desvanecida.

      Los dos lanistas aparecieron corriendo a la entrada del foso y, cuando Quinto llegó, le apremiaron a que llevase a una de las salas adyacentes a la muchacha. Con el cuerpo desmadejado de Claudia entre sus brazos, Quinto no pudo sentirse más preocupado en toda su vida. No sabía si las heridas eran mortales, pero el simple hecho de que estuviera malherida le enfermaba a tal punto de querer matar él mismo a Graco. Claudia estaba perdiendo demasiada cantidad de sangre por momentos, un reguero de sangre iba regando el suelo por donde pasaban. Tenía que haber sido él quien hubiese hecho justicia y no ella. Si aquella maldita noche en que se la llevaron hubiese podido defenderla nunca hubieran llegado a esa situación.

     Entrando al habitáculo, Quinto depositó a Claudia en el centro de aquella plataforma elevada que se encontraba en medio de la sala. Aquel era el lugar donde se prestaban las primeras atenciones a los gladiadores, por lo menos a los que conseguían mantenerse con vida a pesar de las graves heridas. Quinto no terminaba de comprender como aquellos hombres podían volver a recuperarse después de tantos huesos rotos y heridas mortales.

     Un anciano con cara concentrada y preocupada seleccionaba el instrumental que necesitaría para atender a la joven. Quinto observó la rapidez que se notaba en el profundo conocimiento y experiencia que el hombre debía tener en esas lides porque iba derecho a determinados instrumentos quirúrgicos. Claudia seguía inconsciente sin tener la más remota idea de lo que a su alrededor estaba sucediendo. Cuando el hombre se volvió y miró apremiante a la gladiatrix, Quinto le preguntó preocupado:

—¿Son graves las heridas? Tiene que intentar salvarla...

      Si al galeno le extrañó el inusitado interés de aquel legionario por aquella esclava, no dijo absolutamente nada, tan solo mirándolo fijamente y con voz tranquila le aseveró:

—No lo sabré hasta que no la examine detenidamente. Siempre intento hacer lo máximo posible en estos casos. Mi misión es curar personas pero todo está en mano de los dioses... —dijo el anciano afablemente sosteniéndole la mirada.

—Discúlpeme, le estoy entreteniendo, siga...—dijo Quinto volviéndose desesperado hacia la pared y tocándose con ambas manos el cabello. Apoyando su cabeza sobre el antebrazo se sostuvo en la pared con los ojos cerrados sumido en sus pensamientos. Era incapaz de volver la mirada y observar como el galeno descubría sus heridas. El día que supo que Spículus se la había llevado cayó en un hoyo profundo pero ahora estaba dándose de bruces con el más tortuoso tormento. Unos segundos después sintió en el hombro derecho una mano fuerte y afectuosa que se posaba en él.

—No se preocupe, el galeno conseguirá que ella se recupere. Es demasiado cabezona para morir... —le aseguró Vero que después de tantos años le había cogido verdadero afecto a aquella muchacha.

—Y demasiado valiente y atrevida,... Nos engañó a todos como a tontos.

—Sí, es la muchacha más lista e intrépida que he tenido la suerte de conocer. Vayamos fuera, aquí no podemos hacer nada excepto molestar al galeno que tiene que hacer su trabajo.

     Quinto asintió y siguió al hombre sin querer mirar la escena que tenía a su lado.

     Una hora después el galeno, sudoroso, salió por la puerta buscando a los lanistas y al soldado. Mirándolos seriamente les confirmó:

TARRACO (Completa) @ 2 Saga Ciudades RomanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora