Emociones compartidas

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Agnes Johnson estuvo a punto de llegar tarde a clases esa mañana de lunes. El despertador sonó a la hora de siempre, y el tráfico no fue más accidentado de lo normal. Su casi retraso se debió, simplemente, a los largos minutos que pasó sentada dentro de su coche en el estacionamiento para profesores de la Escuela Primaria de Royal Woods. Sentada con las manos en el volante y la mirada perdida en algún punto del parabrisas, sin nada en lo que fijarse realmente, con la radio apagada y las ventanillas cerradas.

Sólo reaccionó cuando oyó el timbre de la escuela, que llegó a ella incluso por encima del ruido de la calle cercana y del murmullo inherente a cualquier lugar que aglutina a más de cuatrocientos niños de entre tres y trece años. Fue ese llamado a su trabajo lo que la hizo reaccionar. La necesidad de aferrarse a su profesión, a su vocación, fue lo que le dio las fuerzas para salir de su auto y dirigirse a su salón de clase, donde sus alumnos la esperaban.

Casi todos.

Agnes había sabido desde niña que quería ser profesora. Desde pequeña disfrutaba ayudando a su hermana menor con sus tareas, y en su escuela siempre había sido la alumna ejemplar. Sus amigas le pedían ayuda todo el tiempo, y ella con gusto prestaba sus informes para que "adaptaran" —y pensar que sus alumnos creían que ella no se daba cuenta cuando se copiaban de un compañero—, no tenía problemas en reunirse luego de la escuela para explicarles las lecciones que no habían entendido.

Siempre había tenido vocación de profesora, y cuando ingresó en la universidad, tomó la decisión de que enseñaría a alumnos de escuela primaria. A decir verdad, su pasión por la historia la habría hecho una mejor candidata como profesora de alumnos de secundaria —sino de universidad—, pero el desafío de enseñar a niños le parecía mucho más importante. Recordaba a la Señorita Smith, su profesora de cuarto grado, y el impacto que había tenido en su vida.

Amaba trabajar con niños, además. Cualquier tipo de cansancio o fastidio que a veces pudiera sentir se debía principalmente a las restricciones del sistema educativo, o quizás a su bajo salario. Pero jamás se cansaría de ver la sonrisa en un niño de once años que finalmente entendía cómo resolver un problema de matemáticas. La inocencia, la felicidad, los pequeños dramas de la niñez. Trabajar con niños era terapéutico para ella.

Mientras cruzaba el corredor y evitaba chocarse con distraídos niños que trataban de sacar cosas de sus casilleros a último momento, Agnes llevó una mano al pequeño broche de plástico que llevaba en su cabello, aquel prendedor naranja que nunca antes había usado.

Comenzó a pensar en sus alumnos. Era inevitable llegar a quererlos como si fueran pequeños sobrinos suyos. Los veía en promedio cinco horas por día, cinco días a la semana, durante dos semestres. Pasaba más tiempo con ellos que con su hermana o sus padres. Era imposible compartir todo ese tiempo, verlos crecer, aprender, resolver problemas, verlos jugar, y no formar un vínculo especial con todos ellos.

Llegaba a conocerlos a veces mejor que sus propios padres. Sólo con ver cómo se sentaban, Agnes era capaz de saber si habían tenido problemas en su casa o si se habían peleado con algún amigo. Conocía sus miedos, sus gustos, sus fortalezas, sus talentos. Y aunque pareciera imposible con la cantidad de rostros que pasaban por su salón cada año, recordaba los nombres de casi todos. Le gustaba reencontrarse con ex-alumnos fuera de la escuela, sobre todo cuando eran ellos quienes se acercaban corriendo a verla con una sonrisa.

Amaba a todos sus alumnos como si fueran parte de su familia.

Cuando colocó una mano sobre el picaporte de la puerta de su salón, tomó aire. Llevó su otra mano nuevamente hacia el broche naranja que durante tanto tiempo había tenido tirado dentro de uno de sus cajones. Lo acarició un segundo, cerró los ojos, tomó aire, y entró tratando de actuar con normalidad.

Réquiem por un LoudWo Geschichten leben. Entdecke jetzt