5. Jaemin

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Indila - Tourner dans le vide

Mi padre siempre había sido del tipo de persona que no conocía matices. Todo lo era blanco o negro.

Desde pequeño me pregunté si no era más triste vivir así.

Quizá era el miedo a vivir en un mundo de blancos y negros lo que me hacía un fiel creyente de los matices. Tan meticuloso que resultase insoportable de habitar. Así como creía que existía cierta belleza incomprendida en un día nublado, aunque estuviésemos esperando eternamente a que el sol saliese o a que la lluvia cayese del cielo.

También creía que existía, en cada uno de nosotros, un color que nos hacía únicos. Justo como la sensación al entrar en una florería era igual de distintiva que la de transitar un cementerio.

Disfrutaba observando a las personas, descubriendo cuán profundo estaban sus verdaderos colores. Reconocía en el abuelo una mezcla rara, entre marrones y verdes. Hyuck, por otro lado, era tan vibrante como un día soleado. Y mamá... ella era lo más cercano al blanco que había conocido. Inmóvil, estancada, varada. Me aterraba jamás verla en movimiento.

Luego estaba él.

Le había estado observando más que a ninguna otra persona.

Llevaba un caos en la mirada, algo que se asemejaba a la clase de tormenta que se presenta de forma silenciosa, que hace vibrar las ventanas y retumba en mis huesos. Él respiraba en mi mejilla, su tormenta contenida en un aliento que amenazaba con devorarme.

Me pregunté cuánto tiempo había pasado deseando que lo hiciese.

Cuánto tiempo había estado evitando pensar en ese deseo.

Toda mi vida le miré de lejos y de cerca, buscando en la superficie y en lo más profundo, esperando encontrar un matiz... algo de color... lo que fuese.

Nunca lo conseguí.

Me aferré al cuello de su camiseta para no permitirle escapar, reí con ganas de llorar cuando hundió las uñas carcomidas en mis hombros. Despegué los labios y le pedí un poco más, una muestra de lo que fuese.

Entonces reí un poco más, pensando en lo tonto que fui... siempre dispuesto a compartir el azul que habitaba en mí. El chico tonto que vivía en mi interior aún lo quería, todavía anhelaba arrodillarse y pedirle que tomase cuanto quisiese de mi color con tal de que me otorgase un gramo de su corazón. Cuán emocionalmente aberrante y melodramático habría sido eso. Ahora no podía dejar de observar sus ojos, deleitado con la ausencia de colores. Con sus negros, con sus sin matices.

Supongo que nunca le pregunté lo que él quería, quizá por egoísmo, quizá por temor a que no fuese al ritmo de mis deseos. Porque lo que quería no era más que abrazarle, tenerle conmigo y darle parte de mi color, así como quería que él hiciese lo mismo por mí.

Ser consciente de ese deseo era aún más aterrador que vivir con la incertidumbre de no saber lo que estaba mal conmigo.

¿Yo estaba enfermo?

¿Estaba roto?

¿Mis raíces se habían echado a perder en el momento en que me enamoré de él?

Las preguntas me siguieron a cada parte que fui, en cada beso que di y en cada cuerpo que reposó a mi lado y que jamás me daría la sensación del primer amor.

Un amor tan torcido como el pecado que nos ataba de pies y manos, el uno al otro, para siempre.

No había sido parte de mi imaginación, no había sido una novela inventada o un mal sueño del cual despertar para olvidar. Había sido realidad... nuestro pasado mancillado, nuestro presente que nos trajo a este momento, a mis dedos apretando su corazón por encima de la ropa, a los suyos aferrados a su boca, evitando que la respiración se le escape y sople sobre mi frente. Le miré como si fuese patético, preguntando en silencio de qué mierda serviría rehusarse a mí si caería al final como lo había hecho una y otra vez.

Red - NominWhere stories live. Discover now