19

17.8K 2.1K 3.7K
                                    



JAEMIN

De chico me caí al agua, casi morí ese día.

Tenía grabada la sensación, podía traerla al presente al cerrar los ojos; el ardor en mis pulmones, la desesperación al intentar gritar bajo el agua, mis piernas pateando la nada misma y mis manos queriendo agarrarse de lo inexistente. Me dejé ir, el dolor de cabeza fue demasiado, creí que explotaría y, de repente, dos brazos me sacaron de allí.

No recordaba si fue mi padre o abuelo, ambos tenían la misma expresión preocupada y ambos estaban empapados de pies a cabeza. Lo que si recordaba era el llanto de mamá, el cómo me sostuvo con fuerza contra su pecho y me meció diciendo, repitiendo una y otra vez, que me amaba. No me soltó ni siquiera cuando hubo pasado un día, dijo que nunca había sentido tanto miedo en toda su vida.

Todos actuaron de la misma manera, todos decían «Oh, pobre mi niño, debió ser aterrador». Yo odié al mar, al océano, porque era inmenso, incontrolable e incluso los adultos le temían. Pero entonces Jeno apreció frente a mamá, tan solo tenía unos meses más que yo, no lloró, no preguntó qué había pasado. Simplemente me alejó de los brazos de mi madre con nuestras pequeñas manos juntas y me llevó con él hacia su habitación.

Yo seguía llorando, las lágrimas surgían en cuanto alguien hablaba sobre mi accidente. Ese día, Jeno me hizo tomar asiento frente a la pequeña mesita en medio de su cuarto y extendió el cuaderno de dibujo que era su más preciado tesoro.

–Dibuja lo que quieras –dijo, poniendo los crayones de colores en mi regazo–. Y deja de llorar, no volverá a pasarte, lo prometo.

Él acarició mi cabeza, mientras yo dibujaba mis abominaciones en el papel. Jeno procuraba decirme que estaba mejorando y me ayudaba a colorear.

Creo que fue esa la primera vez en que me di cuenta de una cosa: Jeno siempre me cuidaba a su manera. Él era frío en el exterior y muchas veces se encerraba en sí mismo, pero cada vez que me hería a mí mismo, él se quedaba a mi lado, acariciándome la cabeza y susurrando cosas que servían como una curita sobre mi corazón.

Hasta el punto en que, en algún momento de mi infancia, yo dejé de ir a esconderme en los brazos de mamá para ir a los suyos.

Nunca me había sentido más seguro que con Jeno.

Tal vez por eso me dolió tanto su desdén hacia mí.

Nunca pensé que algo estaba mal conmigo, de pequeño miraba las películas y en ellas el amor siempre vencía, lo describían como la felicidad pura, mariposas en la panza y corazones imaginarios flotando.

Bien, quizás las mariposas eran más bien bichos con mil patas que me hacían retorcerme en el suelo, y los corazones eran roces secretos o palabras nunca dichas que flotaban en mi cabeza haciéndome pensar en Jeno a cada segundo. En mi diccionario personal, amar a alguien se sentía como estar subido a la hamaca más alta del mundo, subir y subir, hasta que la caída prendiese fuego a esas tontas mariposas.

—¿Quieres subir? —susurré, viendo al pequeño cachorro que apoyaba las patitas en el borde de la cama y me miraba con orejas crispadas—, lo siento por ocupar tu lugar esta noche.

Miré la luz blanquecina que entraba por la ventana bañando con claridad la habitación, era una imagen agradable, podía ver las partículas de polvo flotar a contra luz y escuchar las patitas de Canela rasgar la madera del suelo. El sentimiento de nostalgia atravesó mi pecho. Si tan solo pudiese detener el tiempo.

Red - NominDonde viven las historias. Descúbrelo ahora