Capítulo 3

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CAPÍTULO 3

El castillo vibra en energía desde temprano por la mañana. Los sirvientes van y vienen por los pasillos: entran y salen mientras cargan con telas, muebles, copas de cristal, vajillas de plata y con mil y un cosas que a Pedro no le parecen importantes y que, aparentemente, son indispensables en Argenteus. La ceremonia de su boda será en unas horas más, casi al ponerse el sol, y a él no le queda otra cosa por hacer más que esperar, rodeado del sonido incesante en el castillo.

El ambiente es distinto a los otros días, cuando todo permanecía en un relativo silencio que sólo era roto por la presencia de nobles y gente del pueblo solicitando una audiencia con el rey. (Eso es algo que, al menos, su tierra y Argenteus tienen en común: la posibilidad de ir ante el gobernante y exponer sus problemas). Desde su ventana, incluso, logra ver que la algarabía se extiende por la ciudad. La noche será de fiesta y la mañana siguiente también... y quizá el resto de la semana, a juzgar por la cantidad de comida que vio por la mañana, después del desayuno.

Es risible, piensa. Tanto escándalo por un matrimonio arreglado.

Se pregunta si disfrazar de alegría la situación fue idea de Martín, de su Concejo o si la gente de Argenteus es así por naturaleza: pronta a la fiesta y dispuesta a cesar sus labores por un rato para disfrutar, beber y cantar. Y piensa, también, que al menos si hay bulla alrededor, toda esa situación se siente menos como una sentencia y más como una fiesta de la que él también puede participar.

Pedro suspira y se aleja de la ventana. Al mirar al interior de su habitación, su mirada se posa por un largo rato en la caja sobre la cama, que contiene el brazalete que se divide en dos y que le dará a Martín cuando sean esposos, cuando lleve a cabo su propia ceremonia, a la usanza de sus tierras, porque sólo así sus dioses bendecirán su unión. Hace un par de noches realizó el ritual para purificarlo. También ve su ropa, lista desde la mañana, cuando sus propios sirvientes entraron a la habitación para preparar todo. No falta mucho para que ellos regresen y le ayuden a vestirse con su traje ceremonial, ataviado con plumas preciosas que fueron elegidas y enganchadas a él por su hermana antes de decirse adiós.

Pensar en Itzel le deja un gusto agridulce en la boca.

Recuerda la noche en la que, sentados los dos después de la cena, discutieron largo y tendido sobre los problemas repentinos en el reino, de cómo la frontera norte de Tlayolotl no era tan segura como antes y cómo necesitaban aliados después de trescientos años de aislamiento voluntario. Ambos sabían que, en unos años más, tener aliados sería la diferencia entre vivir y morir: lo habían visto en las estrellas.

En su mente aparece la imagen de Itzel, sentada a su lado, el cabello suelto sobre sus hombros. Recuerda muy bien la mirada de su hermana, que en ese momento era una chica asustada por las responsabilidades a su cargo y no la estrella que protegía al reino, la mujer que debía permanecer fuerte y entera todo el tiempo, por el bien de su pueblo.

—Una alianza sellada por matrimonio —dijo él en esa ocasión. Itzel frunció el ceño.

—Sabes que yo no puedo...

—No tú. Yo.

Itzel lo miró con sorpresa primero y con tristeza después, porque ambos sabían que era la única opción. Tlayolotl no reconocería a un extraño como rey, aunque fuera consorte. E Itzel no cedería su derecho a reinar si su esposo hipotético lo exigía. En sus tierras, después de todo, sólo reinaban las mujeres, así había sido siempre y su gente no aceptaría otra forma. Pedro era varón y era el menor. No tenía derecho al trono en Tlayolotl, así que si algún reino aceptaba el trato, él tendría que irse para convertirse el eslabón que uniera dos tierras, sin afectar la soberanía de ninguna.

[Latin Hetalia] Corazón verde, muros de piedra (Argenmex)Where stories live. Discover now