XII. Tu peligro me envuelve

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A punto - Amigos raros

Son las cinco y media de la mañana y el sol está amenazando con salir. La isla se ilumina naturalmente y, por ende, también el rostro de Peter que está acostado en una hamaca paraguaya del balcón compartido del hostel. Se mece con un movimiento lento, casi como el de una madre al hacer dormir a su hijo, mientras lee los últimos mensajes no respondidos de su bandeja de entrada. Exhala un montón de aire, como quien necesita deshacerse de las culpas, y escribe rápido, con respuestas concisas para que del otro lado nadie perciba un cambio. Pero cierra rápido la aplicación, lo silencia y también bloquea la pantalla porque no quiere ver que le ha llegado un mensaje o una llamada. Escucha a Federico conversando con Diego en el interior del cuarto, aunque éste último a veces dormita y suelta un ronquido abrupto del cual deben despertarlo con algún golpe. Casi siempre son almohadonazos o patadas en los tobillos. Y también está Agustín que continúa con la misma energía con la que bailó, bebió, comió y llevó adelante la boda que finalizó hace menos de una hora. Todavía pueden verse los yates cruzados en la playa, las gomas de los vehículos caídas y algunos tules amontonados en un rincón.

−Tome, compañero –Agustín cruza al balcón sirviendo champagne en una copa larga y delgada que le extiende a Peter, pero él la recibe y la deja en el suelo– vamos a celebrar, dale, tomá.

−¿Qué estaríamos celebrando ahora?

−Que Gastón y Lautaro se casaron...

−Ni siquiera son nuestros amigos.

−No me dejaste terminar de hablar –acusa– que ellos dos se casaron, que yo me encargué de unirlos en santo matrimonio y que vos organizaste una boda en veinticuatro horas. Es tiempo récord, así que ¡chin-chin! –y levanta la copa brindando con el aire.

−Tampoco es para tanto.

−Sí, lo es. Así que vamos a brindar por una boda más y también por la que vi-

−No –lo interrumpe rápido– no tiene nada que ver –toma envión con la hamaca y se levanta para bajarse.

−¿Acaso no fue una de las razones por las que vinimos acá? –Agustín lo sigue luego de agarrar la copa que Peter dejó en el suelo.

−Vinimos de vacaciones, no a celebrar casamientos –responde. Peter se calza las ojotas y deja el celular en su cama.

−¿Vas a algún lado? –le pregunta Federico acostado boca abajo y con los ojos chinos del sueño.

−A caminar, me duele la cabeza. En un rato vengo –y no permite que ninguno le refute nada porque sale rápido de la habitación.

Peter se cruza con algunos turistas que están llegando y saluda a quienes se están yendo y que los conoce por la obviedad de haber convivido durante esos días que no fueron muchos, y que tampoco fueron pocos, pero los necesarios como para conocer nombre, nacionalidad, edad, trabajo, estudio, grupo familiar y hasta sanguíneo. Encuentra a Mariel del otro lado de la recepción con sus rulos de siempre y la sonrisa de todas las mañanas. La saluda antes de salir y, aunque ella le dice que no se pierda el desayuno, él le promete que volverá a tiempo. Cuando sale del hostel siente ese aire condensado que le molesta a la nariz y a los pulmones. Hace calor teniendo en cuenta que son las seis de la mañana y el sol ya está en su mejor auge. Camina descalzo por la arena y costea el mar aprovechando la soledad de la playa. Corre los kayaks que utilizaron en la boda y que interrumpen el paso, también las gomas de autos y los tules los anuda para que el viento no los vuele. Pero en medio de su trabajo y de la corta caminata, levanta la cabeza y ve la entrada de la posada que lleva un cartel de madera colgado con su nombre. Esa misma por la que hace algunas horas descendió luego de que sus sentidos se hayan batido a duelo para que terminen perdiendo todos. Pero en vez de quedarse quieto o continuar caminando, cruza la entrada y empieza a subir el morro. Otra vez se queda sin aire, escala, salta las rocas sin resbalarse, abre la puerta de madera sin tocar la campana y atraviesa el puente. Golpea la puerta de la anteúltima casa y espera un rato, hasta que Lali lo recibe del otro lado.

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