XIX. ¿Qué será de los dos cuando pase la vida?

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Nada es para siempre - Fabiana Cantilo

Cuando Lali baja del avión está cansada y con pocas horas sin dormir, por eso se empuja las ojeras con sus propios dedos, como si esa fuese la manera de disimular las bolsas, y también se palmea la cara con cachetadas suaves. Salió temprano de la isla pero aterrizó muy tarde en Buenos Aires porque no suponía que el vuelo iba a retrasarse. Mientras espera a que su bolso de mano pase por la cinta deslizadora, bosteza en más de una oportunidad y envía mensajes tranquilizadores avisando que ya llegó. Camina entre el gentío de quienes tuvieron que regresar de sus vacaciones y evita los nervios con los que se estancan en la mitad interponiéndose en su camino, pero cuando levanta la cabeza para hacer una panorámica de aquellos que esperan recibir a alguien, descubre a Mecha que tiene un cartel grande en el que está escrito su apodo con letras de colores y muchos signos de exclamación que la hacen reír.

−¡Hola, mi nena! –Mecha deja que caiga la cartulina al suelo y extiende los brazos para que Lali se acerque casi corriendo a ella a darle un abrazo que le debe desde hace más de un año.

−Hola –le susurra con la cabeza hundida en su pecho y dejándose mecer y acariciar por esas manos que la cuidaron desde que nació y que la protegieron desde que su mamá falleció– qué linda que estás, che –se separa al decírselo, mirándola de pies a cabeza.

−Ah, ¿viste? Es que me mantengo muy bien –y la hace reír un montón– vos estás igual, corazón. No creciste ni dos centímetros.

−No esperes milagros –se acomoda mejor el bolso al hombro y el otro brazo lo cruza con el de ella que la pega a su cuerpo.

−Qué lindo es volver a verte. Te extrañé un montón.

−Lo mismo digo. Vamos al hospital, ¿no?

−No, Lalu, no podemos.

−Ay, pero quiero ver a papá. Me dijiste que íbamoa apenas llegaba.

−Si llegabas a las seis de la tarde, pero no tengo la culpa de que la aerolínea haya retrasado el vuelo –y se corre un poco cuando desde atrás le piden permiso porque están apurados– ya no es horario de visitas, es tarde –y Lali resopla– te prometo que mañana a primera hora vamos a visitarlo.

−Okey –susurra– ¿Cómo está él?

−Mucho mejor, solo se asustó y por eso me pidió que lo lleve a la clínica.

−¿Estuvo yendo al médico? ¿Se hace los estudios que le mandan?

−Estás hablando conmigo, Lali. Tu papá nunca conoció a persona más insoportable que yo –y ella esboza una risa cansada– hizo todo lo que tenía que hacer, pero las dos sabemos que está grande y sensible.

−Sí... tratá de no decir eso frente a él porque sabemos que no le gusta que le recuerden que está viejo –agrega y Mecha asiente riendo al mismo tiempo que la pega más a su cuerpo y después le da un beso en la cabeza que le hace cerrar los ojos como quien siente el calor de haber vuelto a casa.

Hacen una fila aturdida de gente que quiere subir a un taxi y son testigos de la señora mayor que le roba el auto a dos jóvenes que ya estaban levantando sus valijas para subirlas al baúl y quedaron pasmados cuando la anciana se metió en el asiento trasero sin pedir permiso. «Bienvenida a Buenos Aires» susurra Lali para sí misma y Mecha esboza una risa estirando un brazo para llamar al próximo vehículo.

Durante la prolongación del viaje, Lali responde las preguntas sobre su estado anímico y después Mecha le muestra fotos de sus hijas y su nieta recién nacida que ya fue a visitar para auparla hasta que la madre recupere las horas eternas sin dormir. Ella se queda en el asiento trasero buscando cambio con qué pagarle al chofer mientras que Lali baja con su bolso precario en el que no necesitó traer muchas cosas más que las esenciales para poder sobrevivir un poco más de veinticuatro horas. La luz externa del jardín de su casa está encendida automáticamente porque es de noche. Las rejas dejaron de ser verdes para ser negras y un arbusto de flores hace enredadera entre alguna de las rejas hasta salir al exterior. Se siente tan extraña de volver a estar frente a la casa de la que huyó que ni siquiera escucha a Mecha cuando le dice que se apure a entrar porque no es un horario habitual para andar paseando por el barrio. Entonces se despabila y espera a que abra la puerta para ingresar. De su casa siempre le gustó mucho el jardín delantero porque ahí se sentaba a tomar sol, a estudiar algunas tardes, a cebarse mates cuando las amigas caían los domingos y a ayudar a su mamá con las plantaciones de sus flores favoritas que llenaban de rico perfume todo el ambiente. Y recién cuando vuelve a cruzar la segunda puerta de madera que la introduce en la casa, esboza una sonrisa porque, aunque note que los muebles y los adornos no están ubicados en el mismo lugar, percibe la misma energía. Esa que siempre la hacía querer volver a casa; hasta que no aguantó más y escapó. Así que ese sentimiento que le revolvió el estómago al volver a pararse frente a su casa al bajar del taxi, esa piel de gallina y esas ganas de llorar, también tienen que ver con eso: con su mudanza y con que fue el último lugar en el que estuvo con su mamá.

MI ÚLTIMA CANCIÓNWhere stories live. Discover now